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Múnich a título de ejemplo

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ORREAGAKO KIDEA, POR JOSEBA ARIZNABARRETA – Miércoles, 13 de Junio de 2012

EN agosto de 1930 tuvo lugar en San Sebastián la reunión entre socialistas, republicanos y “catalanistas de izquierda” con el propósito de aunar esfuerzos para derrocar a la monarquía y establecer una “democracia”.

El triunfo obtenido en las elecciones municipales de 1931 propició que dicho proyecto fuera tomando cuerpo. Por de pronto en Cataluña se proclamaba la República Catalana Independiente, devaluada en pocas horas como Generalidad Provisional hasta la posterior discusión y aprobación de un estatuto de autonomía en el Parlamento español que surgiría de las próximas elecciones generales. Entre tanto, en Madrid se había ya constituido también el Gobierno Provisional de la República que inició de inmediato el correspondiente proceso constituyente, con la función de conformar el nuevo parlamento y la ” nueva” constitución ad hoc.

El Estatuto de Autonomía para Cataluña, llamado a sustituir a la Generalidad, se aprobó por fin en septiembre de 1932. La rebelión militar de Sanjurjo le dio el último espaldarazo.

Para conocer el concreto recorrido, hasta su trágico final, de este esclarecedor proceso hacia el “autogobierno” desde una posición que trasciende a veces la mera perspectiva “catalanista de derechas” (por seguir la tradicional clasificación) del autor, puede consultarse el libro de José PláCrónicas Parlamentarias: 1931-1936.

A partir del Pacto de San Sebastián (1930) el Partido Nacionalista Vasco, acomplejado en primer lugar por no haber tomado parte en dicho pacto de “progreso” y embelesado además por el presunto éxito cosechado por los partidos catalanes que sí habían participado, puso en marcha el proceso autonomista descrito con detalle por Agirre en su libro Entre la libertad y la Revolución. Desde otro punto de vista también el libro de José de Orueta Fueros y Autonomía. Proceso del Estatuto Vasco puede proporcionar al lector necesitado los datos suficientes para reflexionar con provecho acerca de la situación política en el país durante aquellos años en los que se gastaron en vano tantas y tan preciosas energías.

La sublevación militar contra la República tuvo lugar el 18 de julio de 1936. Al día siguiente el PNV tomaba partido por los republicanos “en consonancia con el régimen democrático y republicano que fue privativo de nuestro pueblo en sus siglos de libertad”.

Si en un primer momento no quedaba claro de qué lado se inclinaría la victoria , a los pocos días -tras pisar tierra peninsular las tropas al mando de Franco y conocerse las bases del acuerdo militar con el Eje (agosto de ese mismo año)- la balanza se descompensaba con meridiana claridad hacia el lado de los nacionales, que es como siempre se denominó entre nosotros al ejército franquista.

El 6 de octubre de 1936 el gobierno republicano aprobó un Estatuto para Euzkadi y al día siguiente se conformó el primer Gobierno Autónomo Vasco, presidido por José Antonio Agirre, que duró 9 meses (Bilbao cayó en manos enemigas el 19 de junio de 1937 y el Gobierno Vasco tuvo finalmente que optar por el exilio).

Una ligera ojeada al mapa de operaciones bélicas permite sin más caer en la cuenta de por qué se tramitó en tiempo record un estatuto que había sido negado una y otra vez durante años por el gobierno de la Segunda República Española. La importancia estratégico-militar que la capital de España tenía para dicho gobierno obligaba a tomar decisiones en aras de su defensa. La creación de un gobierno autónomo para una Euzkadi territorialmente reducida por los avatares de la contienda podía conseguir el entusiasmo y la adhesión de la población vasca hacia una guerra que, en principio, no iba con ellos y que estaba además perdida de antemano. “Los nacionalistas vascos no se baten por la causa de la República ni por la de España, a la que aborrecen, sino por su autonomía e independencia” (Azaña). Por tanto, si se deseaba que se subieran al carro, y con mayor razón al carro del vencido, había que hacer más pronto que tarde algún gesto que pareciera convincente. Por una parte, su derrota cantada liquidaría un problema más que enojoso para cualquier Gobierno; por otra, impedía que el ejército de Mola (tras ir eliminando a su paso a cuantos no pensaban como él) se sumara de inmediato a las tropas que avanzando desde el sur se habían plantado ya a las puertas de Madrid. Ello permitiría ganar tiempo para preparar mejor la crucial defensa de la capital. Estas fueron las principales razones de la rápida tramitación del Estatuto de Autonomía.

Pero la realidad era la que era y la guerra tuvo al menos la virtud de ponerla al descubierto, aunque tampoco esta vez haya servido para abrir los ojos de quienes nunca han querido ver, ni mucho menos reprimir, su cuasi-instintivo prejuicio de alcanzar la gloria a través del imperio. La estructura política que subyacía, más o menos guadiánamente soterrada durante siglos bajo cualquier forma de régimen político en España, de pronto afloraba cristalina a la superficie y respecto a lo que más directamente nos concernía, se podía expresar en tan concisa como taxativa fórmula: O democracia, con libertad real, efectiva, para las naciones peninsulares ocupadas, o continuidad del fascismo. La respuesta de “las dos Españas” continuaba siendo unánime: En España se celebrarán o no procesiones, se expandirá o no el culto al Sagrado Corazón, pero jamás se admitirá de grado que se rompa su sacrosanta unidad.

Sin embargo, como natural resultado de las contradicciones estructurales coactivamente atadas y ahora desatadas por mor de la guerra, el Estatuto devino Estado, el Gobierno Autónomo, Gobierno de un Estado en vías de recuperación y consolidación; el forzado ciudadano español, ciudadano vasco. No lo decimos sólo nosotros. Telesforo Monzón, que fue ministro de dicho Gobierno autónomo, lo resume certeramente:

“El Estatuto de 1936…. yo no lo he conocido nunca. Puedo decir que he sido Ministro de la Gobernación del Gobierno Vasco…. Y no he abierto el Estatuto. Ese estatuto no se puso en práctica jamás. Fue un auténtico fantasma. No existió tal estatuto; lo que ha existido es un Estado Vasco soberano. Eso sí. Eso se toca. Tiene carne, tiene espíritu, tiene alma, tiene sangre. Un Estado vasco. Duró nueve meses…. Fue un Estado independiente. Eso no lo invento yo. ¿Tuvimos ejército o no tuvimos ejército? ¿De quién dependía ese ejército? ¿Dependía del ministro de Defensa, que era José Antonio Aguirre y del Gobierno Vasco o dependía de Madrid? ¿Quién lo formó? ¿Quién lo hizo? ¿Y en qué artículo del estatuto del 36 figuran esas competencias? La moneda acuñada por nosotros mismos. Los pasaportes con los que hemos viajado por todas las partes del mundo. ¿En qué artículo del estatuto está eso?”

Objetivamente se recuperaba, pues, de golpe parte del valor estratégico implícito en la creación, consolidación y defensa del Ducado de Baskonia y, sobre todo, de los Reinos de Pamplona y de Nabarra, techo institucional alcanzado por el pueblo vasco en su milenaria lucha por la supervivencia y la libertad. Inopinadamente la diosa Fortuna nos había vuelto a situar de facto en el ámbito estratégico, que nunca debimos abandonar. Pena que no supiéramos agradecérselo como debíamos.

Aguirre murió en 1960. En 1961 (Acuerdo de Unión de Fuerzas Democráticas) y 1962 (Pacto de Múnich) el Partido Nacionalista Vasco firmó acuerdos en los que aparecen párrafos del siguiente tenor:

“Se aceptará como único sistema político la democracia. Para ello preconizamos que a la desaparición del régimen franquista se establezca una situación transitoria con un Gobierno provisional sin signo institucional definido que otorgue una amplia amnistía, restaure las libertades políticas y convoque elecciones para que el pueblo español, con absolutas garantías, opte por el régimen que prefiera y que todos los españoles estarán obligados a acatar”.

La sangre generosamente derramada no había servido de nada. En lugar de un inmediato Gobierno provisional vasco, previo al inicio de cualquier proceso constituyente, se defiende ahora un Gobierno provisional unitario que dirigirá dicho proceso a su antojo, a decretazo limpio, hasta su prefijado final.

Volvemos a perder el norte estratégico que nos hubiera podido conducir a la plena recuperación de nuestro Estado, para adentrarnos en vías muertas que, de no ser abandonadas con prontitud, llevan por sí mismas a la desaparición del país, a su completa integración totalitaria.

Porque “el pueblo que no tiene estrategia propia hace necesariamente la de los demás”. Y llevamos 500 años sin estrategia. Si nos acordamos de Múnich es porque viene a cuento y sólo a título de ejemplo, uno más de una larguísima serie que enlaza sin solución de continuidad -solo otro ejemplo- con el reciente y tan cacareado Acuerdo de Gernika.

Sobre patriotismo

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ORREAGAKO KIDEA, POR JOSEBA ARIZNABARRETA – Sábado, 25 de Febrero de 2012

PUESTO a la búsqueda de definiciones acerca del significado del término patriotismo, es seguro que hubiera encontrado casi tantas como libros o autores consultados. Pero no pienso andar ese camino. Antes de pensar siquiera en iniciarlo, caigo en la cuenta de que poseo una idea un tanto confusa, inmediata o vitalmente adquirida de lo que el patriotismo significa para mí, y lo que ahora pretendo no es la objetividad y precisión científicas -por otra parte imposibles de obtener en este ámbito del saber-, sino la pública exposición de un prejuicio al respecto. Tiempo habrá de ampliarlo, criticarlo y precisarlo entre todos como es debido para que devenga operativo. Conocemos la ceguera de la espontaneidad para dirigir por buen camino un determinado proceso, pero también la inanidad del concepto que no se apoya en la experiencia. Y sin más preámbulos, entramos en materia.

No me han dado a escoger ni el lugar ni la fecha de nacimiento. Por tanto Euskal Herria no es para mí una casa de alquiler, en peores o mejores condiciones que he decidido elegir como morada y que podría igualmente abandonar cuando por hache o por be no satisface alguna de mis expectativas. Por el contrario, Euskal Herria es como la casa familiar donde los antepasados han conocido las exquisiteces de la vida, han sufrido, ¡cómo no!, sus embates, pero a la que, entre alegrías y penas, han mantenido erguida. Es la casa en la que vinimos al mundo sin que nos preguntaran si era o no de nuestro agrado. Bastante antes de que cobráramos conciencia de nosotros mismos nos encontrábamos ya instalados en ella y habíamos jurado fidelidad a Lares y Penates a cambio de protección.

Cuando hermosa, sólida y soleada, tengo motivos para amarla. Cuando desvencijada, sombría y expuesta al rigor de los elementos, tengo motivos para amarla aun más. Nire aitaren etxea defendituko dut. Si tuviera que amarla solo por las comodidades que ofrece, por la fortaleza o el color de sus paredes, por la belleza de sus columnas o la alcurnia de sus blasones, tendría quizá mil y una razones para darle fuego, arrojarme por alguna de sus ventanas o trasladarme lo antes posible -ya sé que es más difícil- a un caserío de Fruiz o a un chalet de Gorraiz, pongamos por caso. En cambio, si la amo exclusivamente porque es nuestra casa, la casa de mis antepasados, si la amo con ese amor trascendental que solo espacios u objetos sagrados son capaces de inspirar, no solo no permitiré jamás que se derruya, ni la mantendré tal cual, sino a buen seguro que algo se nos ocurrirá para apuntalarla, mejorarla y hacerla cada vez más cómoda y acogedora. Pues bien, esta clase de lealtad positiva, primordial y arraigada, de espontánea religación afectiva, al país (country) donde uno ha nacido y en el que sobrevive no solo en compañía de los vivos, sino incluso de los muertos y de los que aún están por nacer -a los que también considera suyos-, es a lo que denomino patriotismo. Por eso el renegado es la antítesis del patriota, ha roto el juramento y abierto las puertas de su corazón al odio de sí mismo y de su país.

Patriotismo, pues, es amar a Euskal Herria porque es nuestro país y no tanto porque es machista o feminista, creyente o ateo, católico, protestante o de cualquier otra confesión, fuerte como lo fue en otras épocas, o debilitado y maltrecho por siglos de resistencia y sufrimiento como se muestra ahora, “pacífico” o “violento”, propenso o reacio al matrimonio homosexual, cooperativista, capitalista o socialista, favorable o contrario a determinados “alardes”, a la construcción de determinadas autovías o líneas de ferrocarril, al uso de unas u otras formas de energía, etc.

Aquí y ahora el uso de tanto adjetivo resulta sospechoso porque rezuma un insufrible tufo de desdén. Como si con ellos se pretendiera velar el desprecio que, quienes con tanto énfasis los utilizan, sienten por la tierra y la gente en y con la que viven; como si trataran de compensar con aditivos la vergüenza o el complejo de inferioridad que les produce el hecho escueto de su “malhadada pertenencia”. “Un ciudadano de Roma no era ni Cayo ni Lucio, era ante todo un romano que amaba exclusivamente a su patria por ser la suya”. Nuestros particulares aplicadores de adjetivos renuncian a ser en aras de ser distintos. No aman aquello que pretenden corregir o, lo que es lo mismo, lo “aman” por alguna razón. Pero, ¿cómo es posible conocer lo que necesita realmente el país si no lo amamos por sí mismo de antemano? Nihil cognitum quin praevolitum. El verdadero sentimiento patriótico habita un espacio anterior y más hondo que la pura razón, aunque ello no significa que no sea razonable. Pertenece a la esfera de lo que Charles Peguy considera la mística, diferenciándola de la política sensu stricto. Por eso, ni siquiera es sinónimo de nacionalismo, ya que carece del carácter doctrinal de este último. Por decirlo de otra manera, se parece al amor de la madre que engalana a su hija solo para resaltar y realzar aún más su presencia, que le parece adorable, y no para negarla u ocultarla a la vista de los demás. El único atributo adecuado per se para calificar al patriota es el de demócrata, porque “la democracia es la esencia de toda constitución…, el enigma descifrado de todas las constituciones”, el patrón ideal que permite, por comparación, la ajustada valoración política de todas ellas. La democracia no sería así otra cosa que el patriotismo elevado a categoría política. Ningún patriota es enemigo de otro patriota. El escritor católico inglés G.K. Chesterton, impulsado por su devoción al cielo e Inglaterra, se solidarizó con bóers e irlandeses que luchaban, arma en mano, para defender a sus respectivas patrias de las afiladas y largas garras del nacionalismo imperialista inglés. Es un espejo en el que bien podrían mirarse patriotas celestiales, españoles y franceses, si aún quedan.

En circunstancias como las que vive ahora mismo Euskal Herria en las fauces del vigente “orden europeo e internacional”, esa actitud desdeñosa y dogmática a la que nos venimos refiriendo obstaculiza la unión y el esfuerzo familiar necesarios para recuperar y consolidar la casa común que, pese a haber sido asaltada, ocupada, saqueada y descabalada contra todo derecho durante más de medio milenio, sigue en pie y sigue siendo nuestra. Nunca hemos renunciado al legítimo e imprescriptible derecho a recuperarla que nos asiste.

Uno de los principios básicos de cualquier democracia es la primacía de lo común sobre lo privativo, pero lo común, o se define estratégicamente o sirve de muy poco, carece de efectividad para crear, mantener, conseguir o recuperar nada. Quienes no son, pues, capaces de abnegarse y compaginar su particular o partidista subjetividad con la objetividad del proyecto estratégico común, primordial (por ser condición necesaria de consecución y garantía de cualquier otro), de preservación del Estado propio y sus instituciones, no son patriotas, son incompetentes, ilusos o renegados de la peor especie, de los que se disfrazan para mejor colaborar con el imperialismo en su permanente empeño de conquista y liquidación del país.

Es evidente que este escrito no destila optimismo a raudales. Sería estúpido tras confirmar el grado de aceptación popular de las consignas que provienen de una clase política que parasita el patriotismo en exclusivo beneficio propio. Pero no somos derrotistas. Mientras siga habiendo patriotas se mantiene vivo un rescoldo de esperanza del que pronto nacerá una gran llama. Y cuando eso ocurra -y haremos todo menos rezar para que ocurra-, es decir, cuando los patriotas vascos -egiazko xiberutarrak, egiazko eskualdünak- cobren conciencia cabal de sí mismos, en poco tiempo se cumplirá la predicción de Shakespeare y Nabarra maravillará al mundo.