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Las naciones sólo se movilizan para fines que lo merecen. Los fines constituyen los medios. La profundidad de los fines condiciona y produce la extensión de los medios. La independencia es un fin que encuentra dificultades naturales de agregación en las condiciones de la ocupación imperialista y colonial, pero su abandono lleva a la liquidación de la política y la ideología democráticas. Sin fines, ni función, ni órgano ni principios estratégicos no hay política, sólo hay charlatanismo ideológico y descomposición política. Vana agitación y apariencia de movimiento tratan de pasar por activismo político.
El “oportunismo” es la subordinación y el abandono de fines, medios y posiciones políticos e ideológicos fundamentales y estratégicos de que un pueblo dispone, con el fin o el pretexto “realistas” de obtener beneficios ilusorios, provisionales, superficiales, secundarios y tácticos. Pero, la realidad que corresponde a tales ilusiones y comodidades no existe, las opciones tácticas, que sólo en el planteamiento estratégico se dan, desaparecen con la ruina de éste. Ninguna ventaja parcial, temporal o formal las justifica. Incapaces de afrontar la realidad, los títeres indígenas del imperialismo contribuyen a la difusión de tales ilusiones por todos los medios que los monopolios de propaganda ponen a su disposición, sabedores de que los pueblos que no se enteran del mundo en que viven son presa indefensa de sus predadores.
Países subyugados por el imperialismo, al término de guerras de conquista y exterminio, ideológica y políticamente subdesarrollados, propenden al oportunismo y la liquidación política por dos vías formalmente distintas, pero básicamente unidas e interactivas, que una parte de su población prefiere siempre a una estrategia real, pero difícil y problemática. La primera forma de reacción busca la solución en el terreno de la confrontación inmediata y directa con la violencia monopolista que es la base política del poder dominante, y lo hace, o pretende hacerlo, por los mismos medios de éste. Lo que, cuando la guerra es imposible, produce una sucesión de atentados, forma infrapolítica de violencia. La segunda opta por “la vía institucional, pacífica y política, realista, posibilista, minimalista, gradualista, reformista, paso a paso, segura, cómoda, provechosa, sin adversarios y sin complicaciones” de la sumisión al poder establecido. “Es eso o echarse al monte con un fusil”. Las dos vías propuestas están en realidad más próximas y el paso de una a otra es más fácil y frecuente de lo que se ha querido hacer creer.
Sólo la modificación estratégica de la relación de fuerzas constituye la realidad del progreso político. Ni la vía institucional ni los atentados, ni juntos ni separados, tienen entidad para llenar el vacío político frente al fascismo y el imperialismo. Si no hay base política real, la vía institucional y los atentados son un absurdo de penosas consecuencias. Si tal base existe, el absurdo es mucho mayor y las consecuencias tanto más lamentables, graves y desastrosas. Pero su coste añadido es una catástrofe suplementaria que ciega las vías de la conciencia, la acción y la restauración políticas.
Para mayor seguridad, la propaganda monopolista, transmitida por colaboracionistas y cómplices armados y desarmados, hace creer a las víctimas del imperialismo que toda resistencia real, legal e ilegal, es política y lógicamente imposible, que una alternativa estratégica a la vía institucional y la lucha armada es, no sólo sociológica sino lógicamente, una imposibilidad absoluta, un absurdo material y formal, algo así como el cuarto ángulo de un triángulo. La única política eventualmente posible contra el imperialismo queda así expresamente excluida por moderados y radicales, que declaran inexistente, insoluble y absurdo todo lo que no entienden, ni quieren entender, ni tienen interés en entender.
El institucionalismo “puro” pretende fundar la oposición al régimen político vigente, en las propias instituciones “democráticas” de éste. “El pueblo vasco dijo el 13 de Mayo lo que quiere. Estoy absolutamente convencido de que 2006 va a ser un año transcendental, en que se va a escribir el futuro de Euskadi para mucho tiempo. Estoy convencido de que entre todos vamos a abrir un nuevo ciclo histórico de convivencia, sobre tres pilares: paz, diálogo y decisión. Este pueblo va a decidir libremente y con plena normalidad el régimen que quiere tener. Estoy absolutamente convencido de que estamos ante una oportunidad histórica para la paz y para resolver el conflicto en este país. Haremos una consulta para que el pueblo vasco diga lo que quiere. Este país se ha puesto en marcha, ¡y nadie lo va a parar! Si dentro, pongamos de diez años, este país se decide por la independencia, ¿quién se va a oponer? ¡Que se sienten de una vez a la mesa de la negociación! Dicen que no van a negociar. Pero ¿cómo se van a negar a negociar? La posición del gobierno español no se puede mantener. Y si se mantiene, todavía peor, porque no sería democrático. Habrá que esperar a las próximas elecciones. No nos atragantemos, queriendo que todo se haga para mañana. Nosotros no tenemos prisa. Como parece que hay que poner alguna fecha para la independencia, yo diría que quince años. Digamos que seis años. Esto va para doscientos años”. Etc.
La propaganda institucionalista hace creer que es posible y necesario reformar el fascismo y el imperialismo aviniéndose a sus exigencias, que ello granjeará de su parte comprensión, reconocimiento, respeto, benevolencia y agradecimiento. Pero las exigencias del imperialismo absoluto no se satisfacen nunca, porque desplaza y renueva su nivel táctico de exigencia aparente y funcional a medida que se cumplen. Cada exigencia satisfecha produce una exigencia mayor y más dura. Las humillantes claudicaciones que pretenden amansar al ocupante y “cautivar a España” aumentan el natural desprecio, la irritación, la impaciencia y el furor xenófobos que los aborígenes serviles y corrompidos inspiran al conquistador. Han estimulado la violencia represiva de las fuerzas de ocupación, movilizado, reorganizado y radicalizado las colonias de población, multiplicado y potenciado el número y la acción de los renegados. La única satisfacción posible de las exigencias reales del imperialismo absoluto es la liquidación del pueblo subyugado.
Los modernos Estados dominantes proponen a veces caminos a una vana esperanza, que basta frecuentemente para contener y dividir al adversario actual o virtual. Un pueblo sin política creíble es siempre presa de los espejismos y las soluciones de facilidad que la propaganda fascista e imperialista suscita.
El régimen establecido, en plena posesión de los monopolios de violencia y propaganda, impone así en permanencia operaciones de diversión que, durante semanas o decenios, acaparan la atención pública y la mantienen alejada de toda consideración estratégica. Secundan y refuerzan la represión, prolongando la pérdida de tiempo y recursos que es objetivo constante del poder establecido.
Previo reconocimiento del monopolio de la violencia del régimen establecido y la aceptación del resultado de todos sus crímenes, a partir de la sumisión a todas sus “leyes”, el régimen terrorista democrático no-violento otorga magnánimamente todas las libertades, toda la convivencia, todo el pluralismo, todo el diálogo, toda la negociación, todas las elecciones y todos los derechos que se quiera. Su convivencia es el derecho y la obligación de vivir como quieren ellos, su pluralismo el derecho y la obligación de todos de ser españoles o franceses, su rechazo de la violencia venga de donde venga es el monopolio fascista e imperialista de la violencia y el terrorismo de Estado, su democracia el derecho a votar como ellos quieren, su libertad de expresión la de decir lo mismo que ellos. Pero “a partir de ahí”, no queda nada de que hablar, ni nada que hacer, ni nada que votar, ni nada que negociar, sólo quedan la sumisión, el desmembramiento, la incorporación y la anexión, la liquidación nacional estratégica, política e ideológica, la negación del pueblo y el Estado ocupados, el reconocimiento de los “grandes” Estados y de las “grandes” naciones imperiales y del régimen de ocupación como efectivo, democrático y no-violento a la vez, la asumpción de los principios e imposiciones del nacionalismo alienígena y el abandono expreso de los principios y derechos fundamentales e inherentes de libertad, autodeterminación y legítima defensa, identidad nacional y democracia, la liquidación la sumisión, la colaboración, la complicidad con el régimen establecido.
Con las llamadas “instituciones”, es decir las instituciones que el imperialismo impone, ganan siempre los que construyen y controlan las instituciones, porque los partidos los gana quien impone el campo y los participantes y dicta las reglas del juego. Si las cosas no funcionan todo lo bien que se esperaba, se subleva el ejército, fundamento de la constitución real y primaria antes de serlo de la Constitución formal y secundaria, y se cambian las instituciones. (El ejército español se sublevó hace mucho tiempo y nunca se ha bajado o lo han bajado del caballo).
La estrategia y la táctica de la oposición legal e ilegal ante “las instituciones” del régimen de ocupación dependen de la relación general de fuerzas y la situación concreta en que se inscriben.
Toda oposición a un régimen establecido, “debe en primer lugar aprender a comprender el carácter puramente táctico de la legalidad y la ilegalidad, desembarazarse tanto del cretinismo de la legalidad como del romanticismo de la ilegalidad. La cuestión de la legalidad y la ilegalidad se reduce a una cuestión puramente táctica e incluso de táctica momentánea”. El Estado dominante “no constituye el medio natural del hombre, sino simplemente un hecho real, cuya potencia efectiva hay que considerar sin su pretensión de determinar interiormente nuestra acción. Se trata de ver en él una simple constelación de poder con la cual es necesario, por una parte, contar, en los límites de su poder y solamente en los límites de su potencia efectiva, y cuyas fuentes de potencia, por otro lado, deben ser estudiadas de la manera más precisa y más amplia, a fin de descubrir los puntos en que esta potencia puede ser debilitada y minada”.
Toda resistencia al imperialismo implica legalidad e ilegalidad, pues la legalidad y la ilegalidad “puras” bajo el imperialismo son imposibles en la lucha por la libertad. Sin un grado obligado de sumisión al orden establecido no se puede comer, ni subsistir ni, por tanto, resistir, pues el régimen y su legalidad están conformados para que no se pueda. Pero dentro de él la oposición es limitada, porque las instituciones no se combaten a sí mismas, ni permiten que otros lo hagan, sólo acometen o permiten aquellas reformas que no afectan negativamente a su dominación. Toda conducta en contrario está constitucionalmente excluida, administrativamente perseguida, penalmente sancionada. Es el medio más radical de cortar la necesaria dinámica inmanente a toda revolución que, “si no avanza, es rápidamente rechazada más atrás que su punto de partida y aplastada por la contra-revolución”.
Las instituciones del imperialismo son inseparables de la negación teórica y práctica de los derechos de autodeterminación e independencia estatal y de la existencia misma del pueblo subyugado. No pueden reformarse y nunca se reformarán, lo que sería negarse a sí mismas. Su perspectiva y su realidad son la liquidación estratégica y, por tanto, política, del movimiento de liberación nacional.
Toda institución y toda reforma institucional, por limitadas, falsas y reaccionarias que sean, deben utilizarse y aprovecharse, de todas las maneras. Pero ninguna podrá nunca oponerse a las instituciones sino en la medida en que se integre en una estrategia cuyos fines y medios desbordan de las instituciones y sólo pueden fundarse y desarrollarse con instituciones propias. Es en período de crisis institucional cuando se efectúan reformas significativas. Es su lugar en la totalidad estratégica lo que califica el acto institucional como pura y simple reforma institucional o como parte de la política de autodeterminación, independencia o liberación nacional. A diferencia de la reforma y la revolución, la gestión es, por naturaleza, una función de simple conservación política.
La reforma formalmente institucional no lo es realmente en muchos casos, su verdadera dinámica le viene dada desde fuera, pero el poder establecido tiene interés en disimular lo que constituye una infracción y una falla del propio sistema institucional, presentando la resistencia como reformismo institucional y la instancia reformista como revolucionaria. Lo que contribuye a la ambigüedad propia del acto institucional.
Cualesquiera que sean la forma, el tiempo, el ritmo, los medios que adopte, una revolución no es una simple reforma institucional, sino un cambio de estructura, social, económico, político e ideológico, una transferencia del poder político. En este sentido, una empresa de liberación nacional frente al imperialismo y el colonialismo es una revolución.
El progreso y el retroceso políticos no se determinan en referencia a criterios y medidas formales, sociales, económicos o culturales, cuya ambigüedad se revela en su contraste, con frecuencia contradicción, con la relación de fuerzas y su implementación estratégica.
Los que preconizan la vía institucional para acceder a la libertad nacional, renuncian a la libertad nacional, pues en las instituciones no existe ninguna vía para llegar a ella. “El que se pronuncia por la vía legal de las reformas en lugar de la conquista del poder político y de la revolución social, no elige de hecho una vía más tranquila, más segura y más lenta hacia el mismo fin, sino un fin completamente diferente: en lugar de la realización de un nuevo régimen social, cambios insignificantes del antiguo régimen”.
Pretendida vanguardia ideológica y política del pueblo subyugado, los institucionalistas armados y desarmados son, en realidad, la retaguardia que retarda de manera flagrante sobre la espontaneidad, la conciencia, la voluntad de las fuerzas populares, en cuya virtualidad política no creen y no han creído nunca. No actúan hacia delante sino hacia atrás sobre ellas, no aceleran sino frenan su desarrollo. Confunden la marcha atrás estratégica que han inducido, con la marcha adelante, la vanguardia con la retaguardia. Para disimular la realidad de sus pretendidos logros, los institucionalistas armados y desarmados ponen o suponen el punto y el momento de referencia lo bastante bajos y atrasados para que todo lo que ellos hagan aparezca como progreso y adelanto. Rebajar la base nacional a fin de construir y exaltar por referencia la propia imagen ideológica y política es una particularmente artera, rastrera, reaccionaria y nefasta forma de autobombo y propaganda.