NO DEJARSE ENGAÑAR…

http://www.orreagataldea.com/2014/04/12/no-dejarse-enganar/

En los últimos tiempos se respira la sensación de que este pueblo ha capitulado. Es habitual escuchar habla de la idea del Estado propio como una quimera, reminiscencia del pasado. Esto hace pensar que quizás nuestras gentes han abandonado su deseo de ser independientes, que ya no sienten la necesidad de ser libres como pueblo porque ya ni siquiera se reconocen como tal. Pero al mismo tiempo el alarde que hacen de sus peculiaridades lingüísticas, culturales, sociológicas, históricas…, demuestra que inconscientemente todavía sienten cierto “amor” hacia lo que son, por lo que quizás solo han perdido la esperanza, la confianza en sus líderes y en ellos mismos; han perdido su orgullo nacional, su autoestima.

¿Pero está la autoestima de los individuos ligada a los pueblo/naciones a los que pertenecen? En la medida en que un pueblo/nación reúne gentes con un mismo sentir, y cuya identidad colectiva conforma la individual, la autoestima individual se refuerza, entre otros, por medio de la identificación con el grupo.

Ya no en un pueblo con un Estado secuestrado como el nuestro, sino, incluso, en un Estado consolidado, cuando la gente no confía en sí misma, en los demás o en sus líderes, pierde su dignidad como pueblo, es una nación frustrada. Si una sociedad determinada permite ser dirigida por líderes innobles, dicha sociedad está abocada a la destrucción. Es el motivo por el cual, independientemente de la coyuntura político-económica de dicho Estado, resulta tan fundamental la propaganda que hace de sí mismo. ¡Cuánto más necesaria es, entonces, en un pueblo que ha sufrido una campaña de desprestigio tan salvaje, que ha perdido incluso su voluntad de ser libre!

Uno de los factores de mayor importancia en toda sociedad madura, es, pues, su deseo de emancipación, de autonomía, de tener confianza en sus propias posibilidades; es decir, de posesión de una autoestima adecuada, que es, además, garante de su supervivencia.

En tiempos de guerra, la autoestima y la dignidad nacional se gana y se pierde en el campo de batalla.

En un pueblo conquistado y ocupado durante tantos años como el nuestro, mantener cotas mínimas de dignidad nacional supone un esfuerzo enorme que, a falta de una resistencia dirigida y efectiva, apenas se materializa en una oposición espontánea.

Conocedor el ocupante del poder latente del pueblo, más allá de la explotación militar y económica, le es necesario mantener al pueblo en el subdesarrollo ideológico para borrar cualquier atisbo de amor propio que haga resurgir el deseo de libertad. En frase de Rousseau: “Resulta bastante fácil engañar a un pueblo, mucho más difícil corromperlo”.

Y es que, para mejor asegurar la total asimilación de un pueblo conquistado, resulta más efectivo y menos costoso incidir sobre su exigua seguridad en sí mismo mediante el bombardeo continuado de una ideología que tiene como fin diluir las distinciones identitarias (ocultando y/o tergiversando incluso su propia historia), que mantener un permanente estado de sitio. Porque, aún cuando la violencia física es siempre garantía en un estado de ocupación, ejercerla abiertamente supondría dejar al descubierto la amenaza a la vida, y su efecto sería una instintiva respuesta defensiva. Disponen para este proceso de penetración, de todo el tiempo a su favor y de un gran elenco de agentes educativos y propagandísticos a su servicio entre los que juegan una baza principal los que, procediendo del mismo pueblo, hacen más viable el “engaño”.

El pueblo sometido por la fuerza y con la autoestima mermada es traído, manipulado, presionado y sobornado para formar parte de las instituciones sociales que corresponden y promueven los valores y estructuras del sistema dominante, legitimando de este modo dicho sistema. Imponen su ideología haciendo al pueblo dominado partícipe de la misma y negandode ese modo la propia ocupación.

Este proceso ha conducido a que la capacidad crítica de nuestras gentes haya sido domada y sometida. Afirmaciones como: “debemos dejar toda clase de violencia a favor de la convivencia y la paz”, nos van a tachar de racistas”, “hay que respetar las diferentes sensibilidades”, condenamos la violencia, venga de donde venga”, ponen de manifiesto la moral victimista que ha asumido el pueblo y una incapacidad para discernir la verdadera dimensión del conflicto y el lugar que ocupa en el mismo. Al pueblo se le ha hecho creer en la imposibilidad (e incluso en la no necesidad) de darle la vuelta a la situación política – como si la dominación de todos estos siglos nos hubiera arrebatado la capacidad de imaginar nuestro propio camino en libertad –, utilizando el posibilismo político como coartada.

Los Estados totalitarios modernos esconden su monopolio ideológico tras un envoltorio de libertad de expresión, enseñanza, derechos, aperturismo…porque solo pueden presentarse en el mundo revestidos de democracia, encubriendo las bases sobe las que estánfundados y que sostienen el sistema. Dentro de este paripé democrático vienen las llamadas al diálogo, a la buena voluntad, a la convivencia pacífica… apelaciones a la solidaridad y los buenos sentimientos. Todo esto hace que en el dominado se cree un sentimiento de culpa, que junto con el tufo a ranciedad que pretenden atribuir a los movimientos de liberación nacional, da pie al desprestigio de lo propio en beneficio de lo ajeno, y al relego de los elementos distintivos a la esfera más costumbrista (con la consiguiente desusbtancialización del aspecto político), en un proceso de “normalización” que encubre el camino hacia la inevitable desaparición de un pueblo.

La maquinaria homogeneizadora no descansa y contra posibles brotes de autoafirmación no les faltan recursos para mantener al pueblo entretenido con discursos vacuos y conceptos sin sentido, con la connivencia de los colaboradores autóctonos, que legitiman los postulados imperialistas como demócratas. ¿No es el llamado derecho a decidir una forma de vaciar de contenido el derecho de autodeterminación y legítima defensa, inherente a los seres humanos y a los pueblos? ¿Derecho a decidir lo que eres por naturaleza y por circunstancias ajenas a tu capacidad de decisión? De nuevo el engaño: el único derecho que nos acoge bajo el imperialismo es el derecho a obedecer y el derecho a confiar en las promesas del enemigo.

Según la jurisdicción española, el imperialismo en España no existe, el pueblo vasco no existe; solo existe el pueblo español. Con lo que el derecho de autodeterminación de Euskal Herria no tiene razón de ser, porque lo que no existe no tiene derechos. Según esta lógica, si no somos pueblo ni estamos ocupados, formamos parte del pueblo español, y como tal, solamente tenemos derechos como ciudadanos españoles, y todos los ciudadanos decidimos sobre los temas que nos atañen como españoles. Partiendo de este mandamiento, ¿no es ridículo pensar que quienes han negado sistemáticamente la existencia misma del pueblo vasco vayan a facilitarle el camino de su liberación nacional?

No dejarse engañar es la primera regla que debe cumplir un pueblo, porque si al final de este proceso de manipulaciones, el pueblo perdiera su deseo de emancipación y adoptara totalmente la ideología del grupo dominante, este pueblo desaparecería como tal.

“Un pueblo conquistado y sometido, si percibe como anormal tal situación (de conquista y sometimiento), aún cuando no disponga de medios militares o políticos para conseguir la libertad, el mantenimiento del deseo de emancipación hace concebir cierta esperanza en él. Por el contrario, si el pueblo promete obedecer, se disuelve por este acto y pierde su cualidad de pueblo”.

¿Por qué mostramos ese complejo de inferioridad ante aquellos que nos someten e impiden que nos desarrollemos en libertad? ¿Por qué no respondemos a sus agresiones como lo haría cualquier otro pueblo con amor propio?

Ya es hora de que nos sintamos orgullosos como pueblo, de que reconozcamos al enemigo y miremos con escepticismo cualquier “concesión” y/o distracción dialéctica que desvíe nuestra atención del objetivo. De que reivindiquemos de una vez el liderazgo que neutralice la ideología del ocupante, refuerce nuestra autoestima y nos dirija políticamente hacia una posición estratégica. Porque solo cuando (re)conozcamos nuestra situación real, – cuando comprendamos el significado de conceptos desvirtuados como paz, democracia, víctima, normalización…, – cuando asumamos que la lucha por la independencia es una lucha por la libertad y la justicia global, y cuando entendamos que lejos de preceptos éticos y voluntarismos, la política es una ciencia que debemos tratar como tal, seremos capaces de encauzar todo ese potencial que sí tenemos, para hacer surgir la iniciativa política que permita que nuestro pueblo llegue a ser sujeto político activo e independiente: un Estado.

Mari Feli Ugarte
Orreagako kidea

Maquiavelo independentista

http://www.nabarralde.com/es/eztabaida/11568-maquiavelo-independentista

Héctor López Bofill

Entre las diversas aportaciones que se atribuyen a Maquiavelo destaca que fue uno de los primeros autores en distinguir entre moral y política y, de hecho, en admitir que las reglas de la política, dedicada a la asunción del poder y su mantenimiento, son incompatibles con las reglas de la moral, o al menos de la moral cristiana, que era el marco mental del que Maquiavelo buscaba emanciparse. La reflexión viene a cuento aplicada al objetivo del Estado catalán porque el discurso hegemónico está llegando a unas cotas de defensa de la razón moral que pueden acabar frustrando el objetivo independentista. La razón no sirve de nada si no culminamos la secesión y no consolidamos el nuevo marco político. Por eso siempre he desconfiado tanto de la estrategia de dilatar el proceso para “cargarse de razones”, porque esto se está convirtiendo en un mantra de los convencidos para afianzarse en su fe, pero es ingenuo pensar que tenga ninguna relevancia para la comunidad internacional, que es la que debe reconocer la nueva entidad soberana. Puestos a ser pragmáticos, hay que recordar que, a pesar de todos los discursos sobre la legitimidad democrática que operan en Cataluña y, curiosamente, que se exhiben ante un Gobierno español que no está dispuesto a permitir que ninguna mayoría democrática se exprese sobre la cuestión, para crear un Estado hace falta una declaración y, sobre todo, que los otros estados te reconozcan la soberanía. En la inmensa mayoría de los estados existentes la independencia no se ha producido debido a un referéndum, sino como consecuencia de alcanzar el control sobre un territorio, una población, y articular un aparato de gobierno, además de saber jugar con los intereses de las potencias de cada época que salen beneficiadas de la nueva realidad política ya sea porque tienen un nuevo aliado o porque la secesión ha contribuido a debilitar al adversario.

Por eso, en mi opinión, es tan nociva y tan cándida la autoexigencia de grandes mayorías para materializar la ruptura que no se han exigido a ninguna comunidad política antes y que, de hecho, son un obstáculo fundamental para alcanzar el objetivo. La propia formulación de las preguntas encadenadas sobre el Estado y el Estado independiente que deberían someterse a consulta el 9 de noviembre de este año son fruto de esta autoexigencia moralista obsesionada en ampliar un consenso que puede llevar a la parálisis y al fracaso sin que ni siquiera sea necesaria la mediación española.

Porque en todo el debate sobre las mayorías y sobre la bondad de la independencia a menudo se olvida una obviedad: que para el independentismo sólo debería contar la independencia. Aquí no estamos formulando una teoría sobre el Estado ideal, sino que sólo se trata de ocupar un asiento en las Naciones Unidas con todas las virtudes y los defectos que puedan tener los demás estados, virtudes y defectos que ya discutiremos cuando disfrutemos de nuestras instituciones soberanas. En cambio, el discurso prevaleciente no se fundamenta sencillamente en la evidencia de que toda comunidad nacional aspira a maximizar la cuota de poder que representa tener un Estado, sino en la falta de calidad democrática española y en hacernos las víctimas porque “no podemos votar”. Seamos realistas, no poder votar quizá importe a alguien en la Europa occidental, a algún Estado transparente y civilizado del norte, pero con ello no se convencerá, por ejemplo, ni a Rusia ni a la República Popular China, que son los que no te deben vetar en el Consejo de Seguridad. De momento, como se lamentaba Sala i Martín en Davos, ha entrado en la UE Croacia, surgida de un conflicto cruento, y quizás entrará Serbia en un futuro cercano, responsable de una de los mayores carnicerías de la historia reciente. Y esta misma UE presiona para que no haya secesiones en sus miembros amenazando con dejar fuera de su ámbito nuevos estados surgidos de un proceso democrático. Quizá es que la UE sólo se interesará por los catalanes cuando seamos capaces de crear un foco de inestabilidad en Europa occidental (cosa que, por cierto, quizás también desvelaría el interés de Rusia y China), y por eso hay algo más que “no poder votar”, aunque sea más de lo que la moral independentista y su rastro de religiosidad puedan soportar.

EL PUNT – AVUI