Iparla: El Pueblo vasco bajo el imperialismo (6)

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6

Toda relación y toda empresa de dominación en la sociedad humana se establecen mediante el ejercicio de diversos factores, demográficos, económicos, políticos e ideológicos, que se refuerzan o contrarrestan, se implican, suceden y complementan mutuamente. Los conflictos sociales se crean y resuelven según la relación general de fuerzas. La violencia es el medio natural, normal y universal de producción y solución de conflictos. Toda realidad política, como su especie jurídica, consiste en la realización social de la violencia, toda historia política en su evolución. Una y otra se insertan en la relación general de fuerzas y su expresión estratégica, dentro de la totalidad histórica y social que las concreta. En política, los hombres y los pueblos no se ordenan como buenos y malos, sino como fuertes o débiles, capaces o incapaces de la violencia actual y virtual que les asegura viabilidad y supervivencia.

La política es la determinación de la condición y el comportamiento de los sujetos por medio de la violencia. Toda política es violencia actual y virtual, aunque no toda violencia es política. No hay más política, ni más derecho, ni más normas que las constituidas por la violencia. La violencia actual o efectiva es fundamento de la violencia virtual o potencial. Sin violencia no hay Estado, ni derecho, ni derechos, los derechos fundamentales no existen.

El derecho, orden político, es la determinación de la condición y el comportamiento de los sujetos por medio del monopolio de la violencia. Todo derecho es política, aunque no toda política es derecho. La violencia es “el medio específico del Estado”. “Todo poder de Estado reposa sobre la fuerza de las armas”. La anarquía y la guerra son las alternativas al orden político. La violencia no interviene, tardíamente, para ejercer, establecer o restablecer el derecho amenazado o conculcado. La violencia precede y constituye el orden y el desorden políticos, el derecho, el Estado y la guerra. La norma política y su especie jurídica resultan de la violencia actual y virtual, que condicionan el comportamiento prudente del paciente social. “La intimidación es el más poderoso medio de acción política tanto en la esfera internacional como en el interior. La guerra, como la revolución, reposa sobre la intimidación. La organización social está fundada en su mayor parte sobre el miedo. La soberanía es el derecho exclusivo de dar miedo a los demás”. En la guerra y los regímenes de alta conflictividad del fascismo y el imperialismo, el miedo se hace terror o se transforma en pánico. Su dosificación, estratégica y tácticamente adaptada, es parte importante del arte político. A partir de un grado objetivo de intensidad de las luchas sociales, el terrorismo es la forma necesaria, natural y normal de gobierno y de desgobierno. Los conflictos relativos pueden, a veces, pasarse sin él, los conflictos absolutos presentan las condiciones ideales para su producción.

La ideología es la determinación del comportamiento por medio de las ideas. La ideología dominante es la ideología de los poderes dominantes que la producen, al servicio de sus propios intereses. Derecho e ideología son conservadores, su capacidad de reacción sobre la política y la relación general de fuerzas es muy reducida. Al margen de su fin propio y específico, el derecho es también un importante vector ideológico.

Al imperialismo y el fascismo sólo les interesan las ideas en cuanto herramientas de dominación y como objetivos a destruir. Su ideología no tiene por fin la verdad, la ciencia, el conocimiento, la información, sino su destrucción o manipulación al servicio de la dominación sobre los pueblos y la desaparición de los hombres libres. Lograr que sean cada vez más tontos, es decir cada vez más débiles, es su verdadera función. Basta con observar el resultado sobre una opinión pública indefensa para darse inmediata cuenta de la temible eficacia con que la realizan.

La propaganda fascista e imperialista es formalmente irracional, lo que ideológicamente no le causa perjuicio considerable, sino más bien todo lo contrario. “La exclusión de toda violencia como medio para conseguir fines políticos, la política por medios exclusivamente pacíficos y no violentos”, son engañabobos para encubrir y reforzar ideológicamente el monopolio de la violencia. La “democracia no-violenta”, como la política sin violencia, es una simple contradicción en los términos. La democracia es violencia, como toda política.

Los idealistas hipócritas, pacifistas y no-violentos que, en el mundo de guerra y crímenes de masa en que vivimos, rechazan “toda violencia venga de donde venga” sin denunciar, en primer término y como base de toda consideración ideológica y política, la violencia, fascista e imperialista, ignoran, ocultan, aprueban, apoyan, disfrazan, reconocen y bendicen la violencia monopolista constitutiva de la política y del Estado. Son Imbéciles o farsantes y, en cualquier caso, agentes del imperialismo y el fascismo.

La nación, como antes la horda, la tribu o la ciudad, es el ámbito máximo de relativa solidaridad, de moralidad y de legalidad que la humanidad ha alcanzado. Si ya en cuanto súbditos “todos los hombres son ingratos, cambiantes, disimulados, enemigos del peligro, ávidos de ganancias” y, generalmente, egoístas, peligrosos, agresivos, falsos, mentirosos, tramposos, traicioneros, ladrones y homicidas, qué no serán cuando tienen en sus manos la capacidad de destrucción de la política internacional. El sentimiento y el comportamiento altruistas que puede encontrarse en las relaciones naturales de familia y de proximidad, están raramente presentes en la sociedad civil y completamente ausentes de las relaciones internacionales. Las personas son a veces capaces de espontánea honradez, las naciones y los Estados, nunca. La moral internacional no existe sino como instrumento ideológico de la relación general de fuerzas.

“Todos los pueblos actúan continuamente los unos contra los otros, y tienden a agrandarse a costa de sus vecinos”. “¿Qué son los grandes imperios sino bandas de malhechores en grande?”

La agresión, la guerra, la opresión, la destrucción por la violencia de los otros Estados y naciones son lo propio y la normalidad del estado de naturaleza. El estado de naturaleza en que viven naciones y Estados determina relaciones de violencia antagónica y conflicto permanente entre ellos, sin orden ni poder supranacional que las transcienda. La “comunidad internacional” no existe y no puede existir.

Buscar, atribuirse y utilizar la mayor capacidad posible de violencia actual y virtual a su alcance, disminuyendo o anulando la de los demás, tal es la norma fundamental de la política internacional, la única que sus actores conocen y practican. No es la paz, sino la guerra actual o virtual, la clave permanente del orden y el desorden establecidos, la razón suprema y la única garantía de la política y del derecho entre los Estados, que se encuentran siempre en posición o en disposición de “guerra de todos contra todos”. Belicismo y militarismo son la actitud espontánea de los Estados y pueblos dominantes. Ofensiva y defensiva son estratégica y genéticamente inseparables e interactivas, hasta confundirse en la guerra “preventiva”. El temor mutuo y la estrategia del terror impulsan, exasperan y constituyen los conflictos internacionales. El miedo es el más irreductible principio activo del imperialismo.

La guerra “se acompaña de restricciones ínfimas, apenas dignas de ser mencionadas, que se imponen bajo el nombre de derecho de gentes, pero que, de hecho, no debilitan su fuerza”. El derecho internacional, parte y producto de la política internacional, es el orden de violencia que la oposición de fuerzas políticas determina entre las naciones y los Estados, la dominación institucional de los más fuertes sobre los más débiles.

El nuevo orden o desorden internacional ha creado las condiciones para que la violencia pura y a ultranza aparezca como la única salida digna de consideración para toda potencia que se estime en condiciones para ejercerla. Milenios de civilización han llevado a todos a la primitiva y recurrente conclusión de que la única forma de solucionar los conflictos consiste en pegar fuerte y cuanto antes por su propia cuenta, y que dilaciones, transacciones y mediaciones solo llevan a perder el tiempo y a hacer el juego del adversario.

“Nos guste o no, así son las cosas”. Y así seguirán siendo en todo porvenir posible y previsible. La especie humana, la más nociva, agresiva y conflictiva que la evolución ha producido sobre la Tierra es, además, demasiado estúpida para escapar a las consecuencias estructurales de la sociedad que ha creado. En un mundo ya económica y políticamente cerrado y globalizado, la autodestrucción de la humanidad es perspectiva mucho más razonable que su conciliación.

 

Iparla: El Pueblo vasco bajo el imperialismo (5)

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5

En los territorios vascos ocupados, el proceso de reducción política de la post-guerra se desarrolló frente a un fuerte impulso de reconstitución y expansión de la oposición democrática al fascismo imperialista. Como ocurre en las fases históricas críticas, cuando “se discierne en todas las partes del cuerpo social una suerte de temblor interior”, una energía y una vibración vital inconfundibles se hacían sentir en un país todavía transido y paralizado por la violencia, el terror, el recuerdo reciente de las masacres de la guerra y la postguerra, último episodio de siglos de agresión y ocupación imperialistas. Se manifestaba en la oposición y la resistencia de masas, fundamentalmente espontáneas, parcialmente encubiertas o disfrazadas, pero cuya virtualidad estratégica a nadie podía ocultarse en la inquietud, la tensión y la vitalidad ideológica y cultural latentes bajo la siniestra capa de la opresión totalitaria.

En las condiciones de la postguerra, desaparecida la oposición republicana, cuando el fascismo español y sus cómplices multinacionales preparaban la “transición” intratotalitaria, el Pueblo vasco disponía de todos los elementos potencialmente constitutivos de una acción política de nivel estratégico, de los medios ideológicos y políticos para constituirse en agente institucional capaz de ejercer como nación real y actual.

Históricamente definido, un sistema de fines y medios dinámicamente inserto en la relación general de fuerzas parecía establecer provisionalmente al pueblo vasco como agente estratégico capaz de ejercer de hecho y de derecho como nación real y actual. Una capacidad de organización y movilización forjada y verificada por largo tiempo de resistencia clandestina de la sociedad civil hacía inmediatamente operacional la oposición democrática, mientras el imperialismo de todo signo, su propia sociedad civil adolecía aquí, por su propia naturaleza, de tradiciones e instituciones básicas, inmediatamente adaptables y complementarias de las fuerzas armadas de ocupación. Finalmente, excepcionales olas mundiales de decolonización y liberación nacional y la afirmación formal por las NU de los derechos de independencia y autodeterminación de todos los pueblos frente a los crímenes del imperialismo y el colonialismo, completaban el contexto ideológico y político, la ocasión única para afirmar una realidad nacional y cumplir una función de primer orden en la extensión de la libertad de los pueblos. Todo ello señalaba la transición intratotalitaria como momento privilegiado del afrontamiento estratégico, en la perspectiva propia del movimiento democrático de liberación nacional. Lo que habría, sin más, desenmascarado el sistema, puesto en evidencia la irreductibilidad nacional del Pueblo vasco y acreditado a su Estado históricamente constituido como inevitable realidad internacional, situando el proceso real de autodeterminación a un nivel decisivo de desarrollo estratégico e institucional.

El sabotaje estratégico en curso, la destrucción de toda alternativa democrática y de la resistencia popular por la incorporación “pactada” al plan de salvación y desarrollo del imperialismo fascista, arruinaron tal esperanza. El vigoroso, auténtico y espontáneo impulso de reproducción, renacimiento, renovación y expansión, ideológico, político, cultural, artístico, que agitaba entonces las fuerzas populares del Pueblo vasco, se interrumpió brutalmente y nunca se restableció después.

“Pocas veces se ha dado un pueblo tan políticamente dispuesto y unido como el que había en el País Vasco. Pero sus dirigentes no han sabido unirse. La política es estrategia”. Esta difundida declaración parecía fundar en la falta de unidad de los dirigentes la fuente del desastre estratégico. En realidad, la liquidación estratégica precedió a la falta de unidad. No cabe unidad política sin referencia constitutiva a la unidad estratégica. No hay unidad, ni falta que hace, sino en función estratégica. La división y el enfrentamiento de la propia base política son de otro modo irremediables, las llamadas a la unidad son palabrería vacía e hipócrita. Más vale una división neta y progresiva que una “unión” falaz y reaccionaria. Para hacer las cosas mal, más vale separarse. Es entonces la “falta de unidad” la que permite preservar los factores de recuperación ideológica y política. Los pueblos no son derrotados porque divididos, la liquidación estratégica precede a la descomposición política.

No hay “clase” política ni organización capaz de crear una situación revolucionaria donde faltan las condiciones sociales e ideológicas para ello. Pero una pretendida clase y vanguardia política que retarda absoluta y relativamente sobre la conciencia y la exigencia de la resistencia popular espontánea se basta por sí sola para arruinar el más favorable de los complejos ideológico-políticos.

La burocracia institucionalista y sus satélites contribuyeron decisivamente a preparar, conformar y consolidar el régimen impuesto por el franquismo y el fascismo internacional. Los pactos de Paris y de Munich (1957-1958-1962) dieron flagrante forma convencional a la liquidación del Pueblo vasco como agente estratégica y territorialmente constituido. Lo entregaron sin defensa, atado de pies y manos al arbitrio de su enemigo mortal, el nacionalismo español. Salvaron al franquismo de una crisis colonial, institucional, electoral, ideológica y política. Las maniobras ilusorias e ilusionistas para “acelerar el inevitable e inminente derrumbe del franquismo”, conllevaron cincuenta años irremediablemente perdidos, por ahora, con todas sus consecuencias, resultado previsible, previsto y anunciado de la degeneración, la descomposición y la liquidación de la oposición democrática, del oportunismo, la colaboración, la complicidad y la traición de su pretendida clase política, del contrato leonino en que el imperialismo y el fascismo se reservaban y aseguraban todos los derechos y el pueblo subyugado renunciaba a todos los suyos, con la vana esperanza de que sus amos, lo quisieran y lo trataran bien. “Hemos sido comprendidos por nuestros aliados, de los que hemos recibido seguridades en las que tenemos derecho a confiar”. Los derechos humanos fundamentales se habían sustituido por un derecho a confiar que ningún Gobierno, democrático o totalitario, ha negado nunca a nadie. Las verdaderas “seguridades” se le daban al franquismo en el poder, comprendidas las promesas vacías y la liquidación de todo lo que sonase a instituciones políticas propias del Pueblo vasco.

La burocracia liquidacionista, siguiendo a sus “aliados”, había “comprendido” que la resistencia del Pueblo vasco al régimen unitario era un insoportable obstáculo para la acumulación de fuerzas “democráticas” contra el fascismo y el imperialismo en el poder. Habían “abandonado a Franco los monárquicos, la jerarquía católica, las clases conservadoras y liberales, los falangistas, y estaba dispuesto a hacerlo el Opus Dei. ¿Qué le queda a Franco y a su régimen? El ejército. Franco es tan enemigo del ejército como lo es de todos los demócratas. El día en que el ejército marque el primer paso en sentido liberador será el último de su régimen”. En la prolongada espera del día en que el ejército liberador se desembarazase de su enemigo, la prioridad era allanarle el camino, retirando de él cuantas dificultades pudieran contrarrestar o debilitar sus impulsos democratizantes, desmantelar toda estructura nacional propia, frenar y desacreditar el crecimiento ideológico y político del movimiento de liberación nacional, hacer de las fuerzas democráticas apéndice y comparsa inertes, dóciles y sumisos de la política española.

La primera exigencia, condición absoluta, del ejército español para colaborar en tan curiosa abolición de la dictadura, no era la marginación de los comunistas nacionales, sino la garantía y el amejoramiento del estatuto unitario del imperio español. La más leve desviación en el terreno del nacionalismo imperante encontraría la inmediata reacción de las fuerzas armadas y la simple sospecha o desconfianza de éstas sería el fin, cuando menos político, de los responsables o irresponsables implicados. Se confortaba también con ello el conjunto del régimen franquista pues, como en otros sistemas totalitarios, la opresión nacional era, y sigue siendo, el punto más débil del dispositivo de dominación.

El ejército del segundo franquismo abandonó mucho lastre en materia de fe y costumbres, represión sexual y moralismo clerical, para adoptar armas más modernas y efectivas de dominación. Pero su nacionalismo no ha hecho sino concentrarse y endurecerse al verse reducido a la custodia de los restos próximos del imperio colonial adquirido y conservado por la violencia y el terror y perdido por la destrucción sistemática de las fuerzas productivas, la resistencia de los pueblos y la emergencia de las nuevas potencias comerciales e industriales.

El Gobierno español y sus mentores hegemónicos habían comprendido que el modelo de “bipartidismo” que se trataba de implantar en España no era suficiente para contener la resistencia nacional en los territorios ocupados sin un suplemento tradicional, aborigen, moderado, razonable, corruptible y manipulable. La adhesión, la colaboración y el reconocimiento de la supuesta clase política vasca a la pretendida alianza democrática y sus instituciones oficiales se ultimaron con el ministro franquista del interior, gratamente sorprendido ante la amnistía y la legalización de símbolos como “exigencias” condicionantes del acuerdo de institucionalistas armados y desarmados. La burocracia más o menos exilada o internalizada pasó bajo el control directo de los agentes militares, civiles y eclesiásticos del nacional-catolicismo español.

El propio Gobierno vasco real, formal o de hecho, fue “discretamente” liquidado en el exilio por los mismos que habían jurado defenderlo. Tras la derrota del Eje, a los aliados vencedores no les servía ya para nada, nada pesaba ante los Estados español y francés, con o sin guerra fría. Era un molesto incordio para el reconocimiento, la homologación del franquismo y su “transición democrática”. De Gobierno pasó a gabinete fantasma, después a “reserva, garantía, símbolo, proveedor de servicios”, es decir todo menos Gobierno. Sus sucesivos avatares mostraban las dificultades de la superchería y el carácter inconfesable e impresentable de la operación.

Todas las advertencias habían sido vanas, el autoritarismo burocrático no podía soportar sino sumisión y lisonjas, y no supo responder sino con descalificaciones, excomuniones, embustes, calumnias y difamaciones, delaciones, expulsiones y persecuciones a cuantos, (en Méjico, en Venezuela, en Argentina o en la misma Europa), trataban de revelar y publicar lo que estaba pasando y lo que iba a pasar después. Ni entonces ni ahora, medio siglo después, se han atrevido los negacionistas a dar cuenta de la naturaleza, alcance e implicaciones de la operación llevada a cabo, a reconocer públicamente la verdad de la política de entrega y derribo que siguieron desde entonces. La exclusión de toda forma de libre expresión e información, con la ayuda de la nueva “oposición” española, prefabricada y financiada por el régimen franquista y los servicios secretos occidentales, permitieron ocultar al pueblo los cambalaches en curso y prevenir todo intento de resistencia o de simple información de la opinión pública. Este objetivo prioritario determinó el más amplio e insólito frente internacional, del franquismo oficial a la Agencia y sus satélites y los institucionalistas armados y desarmados. Era la confesión involuntaria de la virtualidad decisiva de la cuestión. Era también una prueba más, para quien la necesitase, de que el nacionalismo español de todas tendencias, en plena posesión del monopolio de la violencia y apoyado por las potencias hegemónicas, no aceptaría nunca una autonomía real y federal, que afectase al monopolio total de la violencia e implicase redistribución, por limitada que fuese, del poder político absoluto del Estado español sobre el Pueblo vasco.

Lo que pudo presentarse como “un error táctico”, imputable a la incompetencia, el oportunismo y el burocratismo, por otra parte flagrantes, de una camarilla manipulada, en ausencia de todo control democrático, apareció rápidamente en todo su real contenido y todo su funesto alcance, y no ha cesado de dar sus envenenados frutos desde entonces.

La línea reduccionista, parte fundamental de la estrategia imperialista que ha llevado a tales resultados, era la línea de liquidación del Pueblo vasco como agente político real, con todos los efectos primarios y secundarios, mediatos e inmediatos que de ello lógica e inevitablemente se siguen. En lugar de potenciar una estructura institucional y una estrategia nacionales como realidad y expresión política, capaz de dar entidad popular y territorial propia al movimiento ascendente de la política de liberación frente al imperialismo, la “oposición periférica”, arrastrada por un cuarterón de burócratas y estrategas de pacotilla, iba a disolverse nuevamente en el magma de asociaciones de la España una e indivisible surgida de siglos de crímenes, guerras de conquista, ocupación y colonización.

El Pueblo vasco pasó así de la condición de agente político a la de objeto inerte de la política imperialista. La nación institucional y estratégicamente conformada cayó, nuevamente, al nivel de facción interna del régimen unitario. Había abandonado sus medios de lucha y las posiciones adquiridas, cedido gratuitamente sus cartas de negociación, renunciado a toda posibilidad de explotar la crisis política para convertir la transición intratotalitaria en progresión democrática, oficial y burocráticamente endosado el reconocimiento simple y cualificado del régimen establecido, asumido la participación en las maniobras y contorsiones sanatorio-novatorias de un régimen tan aquejado de disfunción política como convicto de ilegitimidad originaria y permanente.

Después de una solitaria y desastrosa guerra, ni preparada ni prevista, contra las potencias del Eje, que arruinó y diezmó sus fuerzas vivas sociales, políticas y culturales, seguida por una resistencia que no cesó nunca, el Pueblo vasco, se encontró así de vuelta al mismo régimen unitario de antes y condenado a repetir, con las mismas malas compañías y en condiciones mucho peores, los mismos errores que le habían llevado ya a la catástrofe.

El plan de estabilización del franquismo, en la situación semi-insurreccional de la “transición” en el País vasco, la autonomía-trampa, impuesta como medio de condicionamiento, fijación, contención, desgaste, reducción, manipulación, recuperación y corrupción de las fuerzas populares, venían a prevenir toda institucionalización democrática, permitían modular la represión, dosificar la reforma institucional, interponer amortiguadores y cojinetes, conservar el control de caña y carrete para enganchar, tantear, evaluar, dar o recobrar hilo según el vigor, la debilidad, los sobresaltos y las veleidades de resistencia, mientras la centralización y la concentración efectivas del poder político unitario garantizaban el desenlace fatal de una “confrontación institucional” de pesca y captura resuelta de antemano.

Para llegar a eso, no hacía falta que tantas víctimas, cuya sangre valía mucho más que la de sus dirigentes, asesinos y verdugos, se quedaran por los montes, en las tapias de las cárceles, los cementerios y las plazas de toros, ante los pelotones de fusilamiento y bajo los bombardeos terroristas contra la población civil, poblaran las prisiones, el exilio y los campos de trabajo y esclavitud, padecieran de todas las maneras la represión, la vesania, el sadismo, el odio y la venganza de las fuerzas y servicios de ocupación y de las clases sociales que las producen y utilizan, diezmando los escasos recursos humanos, materiales y culturales de un país demasiado pequeño para reponerlos frente a sus predadores históricos, incomparablemente mayores y mejor armados.

“Los aliados en los que tenemos derecho a confiar”, hasta que “descubren” que no son tan de fiar como decían, y “los partidos españoles del frente de izquierdas que están todos con nosotros”, pero asumen directa y ventajosamente la represión, benefician de la complicidad de moderados y radicales.

Toda estrategia política exige la determinación lúcida e inequívoca de las fuerzas en presencia. La supuesta resistencia democrática ha evacuado hasta el sentido de la distinción decisoria y decisiva “amigo-enemigo”, ha confundido, invertido o desconectado su sistema inmunitario, ha destruido sus defensas naturales o artificiales, bio-sociológicas y político-ideológicas. Los institucionalistas armados y desarmados son el sida del Pueblo vasco ante el imperialismo.

Sus cómplices locales pretenden ahora que sus “aliados” les han engañado, que no son de fiar, que el gobierno español falta al “espíritu del pacto” que con ellos contrajo, etc. Pero el “pacto” en cuestión no fue sino la sumisión a las condiciones de incorporación que la dictadura y las potencias occidentales imponían. Los franquistas tradicionales y nacional-socialistas no han engañado ni traicionado a nadie que no quiso que lo engañaran, eran lo que eran y son lo que siempre fueron. La antigua táctica de “hacer como si” fueran lo que no son, con la esperanza de que acaben siéndolo, tuvo como resultado que, durante los años que siguieron, “participaron” atribuyéndose las masas, las manifestaciones y las organizaciones que eran incapaces de movilizar, al tiempo que desvirtuaban y recuperaban “desde dentro” todo su contenido ideológico y político y sacaban partido de alianzas y acuerdos. Es ridículo hacerse la ilusión de que los que niegan la existencia misma del Pueblo vasco son capaces de participar en su movimiento de liberación nacional con otro fin que el de explotarlo y arruinarlo. Pero sus cómplices locales siguen esperando su conversión, y suspirando por ella. Buscan el más leve gesto propiciatorio, que bastaría para que acudan al reclamo sin condiciones y con lágrimas en los ojos, para recuperar la añorada, cordial, entrañable, abyecta condición que les es propia, dispuestos a volver a empezar, traicionando y persiguiendo para ello a todos y a todo lo que haga falta. Las habituales e insufribles lamentaciones de los políticos inocentes, honrados, puros e intachables, realistas y posibilistas, constantemente burlados por los malvados y arteros aliados que traicionaron su confianza, son un espectáculo demasiado lamentable y gastado para merecer consideración ni respeto.

Son los burócratas de la “oposición pactada y la negociación inevitable” los que no han sido nunca de fiar, son ellos los que han engañado y traicionado al Pueblo vasco, al que dicen representar, los que han disfrazado, acreditado, confortado, apoyado al partido franquista, tradicional o nacional-socialista. Y si se dejaron ellos mismos engañar, “todavía peor”. La primera cualidad y la primera obligación de un grupo o un individuo político es no dejarse engañar, o dejar de pretenderse político. Si, tras muchos siglos de aleccionadora experiencia, hay políticos profesionales que creen todavía en la buena fe, las promesas y la honradez de los políticos españoles, se han ganado lo que les pasa y lo que le pase al pueblo que dicen servir y representar.

En cuestión de degeneración burocrática, lo que es cierto del despotismo en general, lo es en mayor grado del burocratismo de la clandestinidad y del exilio, por su propio alejamiento del poder real. En este sentido, el Estado franquista, que tenía que contar con su base oligárquica, no era menos sino más “democrático” que los partidos y los Gobiernos oficiales de la clandestinidad y el exilio, que no dependían de ninguna.

La implementación, la renovación y la integración institucional y estratégica de las fuerzas populares es siempre la tarea y la condición necesaria de una auténtica “clase” política democrática. Pero tal clase no existía entonces ni existe ahora. La burocracia liquidacionista se había creído que era la oposición y la base de la política nacional, y que el pueblo era una molesta masa de maniobra que, si se desmandaba, pondría en peligro su autoridad, y a la que había que mantener todo lo marginada que se pudiera mientras esperaban el momento de ilustrar y organizar a “las masas sin formación ni información del interior”, en las que veían una amenaza para la burocracia y un obstáculo a la “democracia”, es decir a la integración en el franquismo reformado que estaban preparando. Sus miembros tenían más miedo a la resistencia popular que al franquismo, con el que se descubrían y preparaban un futuro próximo de convivencia. No disimulaban la desconfianza y el desprecio que sentían contra todos los que no eran ellos. “Todo lo que viene del interior está contaminado por el franquismo. Los pobres no han oído otra cosa. No saben lo que es democracia”. Así, puesto que en este país nadie se enteraba de nada, podían sus procuradores sustituirlo y “cumplir el mandato” haciendo lo contrario de lo mandatado.

En alguna medida, estas cosas pasan en todos los exilios, empezando por el español, pero lo de aquí era de asilo psiquiátrico. En realidad, la burocracia de la guerra y la postguerra, cultural y políticamente inepta, aislada, anquilosada, retardaba de forma flagrante sobre el inquieto, confuso y defectivo pero real movimiento espontáneo de la base popular bajo el terror franquista.

La liquidación estratégica e institucional de “la oposición moderada y no-violenta, la vía institucional, las elecciones, la persuasión y el diálogo” prepararon, además, la concepción, gestación y alumbramiento, desde el seno del institucionalismo oficial, de una organización especial dedicada a la ejecución de atentados. Tuvo tiempo y lugar en los mismos años que ocupan los pactos de Paris y de Munich. No había en ello casualidad o coincidencia ninguna, aunque los mismos protagonistas de “la lucha armada y la guerra revolucionaria” no se dieran cuenta. Los atentados, corolario del institucionalismo puro, eran consecuencia objetiva de la desesperada frustración generada por la contradicción entre el desarrollo de la resistencia popular y el proceso burocrático de liquidación estratégica, eran complemento, recurso, y medio idóneo para encubrir el vacío político y sus causas reales.

La libertad relativa y marginal de información, de crítica y de libre expresión que había persistido en la clandestinidad desapareció cuando institucionalistas armados y desarmados se unieron al imperialismo y el fascismo en el poder o su oposición nacional para acabar con ella. No se ha restaurado nunca después. Se cerró así el paso a toda crítica, revisión o adaptación que no viniera de la presión, la represión o la infiltración del régimen dominante. Los monopolios de información y expresión, la censura, el delito de opinión, la falsificación de la historia, el obscurantismo, la persecución y la imposición de las ideas, inherentes a la opresión totalitaria fascista y colonialista, no tienen por fin ni resultado el desarrollo ideológico y cultural, sino la degradación material y mental de los pueblos sometidos.