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“Todo imperio perecerá”. Los imperios se deshacen, obligados a abandonar su dominación sobre los pueblos que subyugaron por la violencia y el terror y que recuperan, uno tras otro, su independencia nacional, no sólo en continentes diversos y lejanos sino en la pequeña península europea del heartland, la “tierra central”. El significativo retorno de las naciones a sus territorios históricos geopolíticamente condicionados y constituidos manifiesta, en simple y cartográfica perspectiva, la anómala, extravagante y extemporánea condición de los residuales imperios del extremo occidente europeo.
La historia comparada muestra la diversidad evolutiva de los imperialismos, pero confirma que el imperialismo no retrocede nunca de forma voluntaria, espontánea, racional o razonable. Su remisión o limitación sólo se da cuando encuentra resistencias que no puede superar.
Una dominación política puede prolongarse algún tiempo. Pero el sometimiento indefinido de un pueblo con reservas vitales, sentido de la propia identidad, conciencia nacional y estatal arraigadas, voluntad determinada, es siempre problemático. “Basta que un pueblo, incluso sin armas, esté resuelto a hacerle la vida imposible a un conquistador para que éste descubra poco a poco la vanidad de las conquistas”. Esta visión optimista supone condiciones y formas que están lejos de ser universales. Un pueblo subyugado alcanza más pronto o más tarde la independencia, a menos que lo liquiden antes, en cuyo caso no puede ya alcanzar nada. “A condición de pagar el precio, utilizando plenamente la fuerza de un ejército, no es imposible, en pleno siglo XX, abatir una voluntad popular, cuasi unánime, de resistencia o de liberación. Donde el conquistador tiene la posibilidad y la voluntad de acometer, como fin o como medio, la destrucción del pueblo subyugado, las conquistas no son fatalmente vanas”.
Frente al poder político establecido, “la mayor parte de las veces, los rebeldes, sobre el papel, no tienen ninguna posibilidad de éxito. Los que detentan el poder mandan al ejército y la policía: ¿cómo hombres sin organización y sin armamentos podrían salir vencedores? Por tanto, si el poder obtiene la obediencia de sus servidores, no lo consiguen. Evitemos las mitologías. Los rebeldes con las manos vacías son irresistibles cuando los hombres del poder no pueden o no quieren ya defenderse”. Si los gobernantes ordenan disparar contra ellos, y las fuerzas armadas hacen lo que les mandan, manifestaciones, motines, revueltas, insurrecciones y sublevaciones se disuelven o se aplastan. La revolución se interrumpe y se difiere si se dan y se preservan sus fundamentos políticos, sociales, económicos y culturales, en caso contrario, se liquida por el triunfo absoluto de la contrarrevolución y la aniquilación de los revolucionarios. Si los gobernantes no ordenan disparar, o las fuerzas armadas se niegan a obedecer, el poder deja de serlo, la revolución está en marcha, al menos por un tiempo.
Si el conflicto se da entre diversas naciones, o terceros actores intervienen de un lado o de otro o de ambos, un conflicto es o se transforma en internacional. La lucha por la libertad nacional presenta, además de las constantes genéricas de los conflictos sociales, otros caracteres propios, específicos, que determinan la estrategia de los movimientos por la independencia nacional, las formas y perspectivas de la revolución, la reacción de la administración y las fuerzas armadas, que difieren sustancialmente en un conflicto colonial de las que se producen entre las fuerzas internas de un Estado nacional.
Dados los medios de represión y condicionamiento de que el poder político dispone en la actualidad, es cada vez más difícil desplazar a un gobierno bien establecido e implantado. No es el pueblo, sino la intervención más o menos discreta, directa, camuflada o abiertamente armada de las potencias hegemónicas la que realmente opera y decide entre la revuelta y la revolución, transformando la una en la otra. En Yugoslavia como en Libia, no son los pueblos los que imponen la dominación de “los Estados civilizados” de Occidente, sino los bombardeos bajo las siglas NATO y UNO.
El apoyo de los institucionalistas periféricos al belicismo y el revanchismo afro-asiáticos de franceses y españoles, de la expedición de Suez a las últimas ingerencias transcontinentales, no es cuestión de oportunismo parlamentario ni tendencia de última hora, sino reiteración en los temas favoritos del más retrógrado colonialismo. “A lo que no puede volverse es al abandono de la selva a la vida salvaje; y lo que el sentido de responsabilidad – aparte otros motivos de realidad evidente – nos impedirá en cualquier evento, es arriar de las colonias los pabellones de Portugal y España para que sean izados los de naciones extrañas al ámbito ibérico”. Bajo la completa dominación alienígena de su propio país, pensaban ya en participar en “el progreso, el desarrollo” y la explotación de las colonias portuguesas. Habían olvidado que el fundador de su Partido afirmaba el derecho de independencia inmediata de todos los pueblos o naciones, sin exclusión ni excepción de razas o de territorios. Y esto en las fechas en que “liberales y social-demócratas” de los grandes imperios europeos impulsaban y apoyaban la dominación y la explotación de las colonias, negaban el derecho de autodeterminación y se preparaban para meter al mundo en la más terrible de las guerras coloniales, “la guerra imperialista por ambos lados” de 1914-18.
Sobre el tablero geopolítico internacional, los pueblos y Estados pequeños, débiles y aislados carecen de importancia estratégica, aunque pueden ser táctica, provisional y localmente tomados en alguna consideración por las grandes potencias, si llegan a insertarse en los organigramas de contradicción, conflicto y equilibrio de aquellas, dando lugar a variantes más o menos diversas y estrechas de satélites, clientelas y protectorados.
En última instancia, un pueblo sólo puede contar con sus propios recursos y su propia resistencia para preservar la libertad nacional o acceder a ella, condición previa para acceder a todas las demás. No hay otra base de alianza o negociación. Las alianzas no pueden paliar a la propia debilidad política, sólo la fuerza y la determinación propias permiten las alianzas. Si un pueblo no las tiene o las obtiene por sí mismo, no las obtendrá nunca de las “grandes” naciones, menos todavía de otras tan débiles como él. Un pueblo-isla, no tiene aliados “naturales”. Tampoco los tiene artificiales, pues todo poder político, incluso, reducido, reciente o incipiente, busca la alianza con los poderosos y desprecia a los débiles.
En política no hay más aliados, ni más seguridades, ni más confianzas, ni más palabras dadas, ni más pactos, ni más derechos que los que se fundan en la relación estratégica de fuerzas. Para un pueblo oprimido, toda alianza internacional, con los fuertes o con los débiles, es circunstancial, volátil, provisional y precaria, debe transformarse de urgencia en refuerzo del propio núcleo estratégico antes de que sea demasiado tarde, y es tarde casi siempre.
Si la solidaridad, la comprensión o el reconocimiento de los opresores es un vano e inepto sueño, la solidaridad de los pobres, los oprimidos y los colonizados es un cuento romántico para engañar y exprimir a los eternos ilusos. En una sociedad de yuxtaposición nacional y estatal, la solidaridad en la lucha internacional contra el imperialismo no existe. La lucha internacional contra el imperialismo es una quimera, los pueblos, libres o subyugados, se ocupan de sí mismos, de sus propios asuntos e intereses, nada les importa que sea a costa de los demás, cuya opresión les tiene sin cuidado. Ninguno de ellos sacrificará sus posibilidades reales o imaginarias de obtener el apoyo de un Estado cualquiera, a la impresentable y ruinosa compañía de un pueblo pequeño, débil, ideológica y políticamente subdesarrollado. Los pueblos oprimidos, que para debilidad bastante tienen con la suya, buscan la protección de los más fuertes y evitan como la peste la temible y denigrante compañía de los más débiles. Apenas liberados, e incluso antes, no sienten necesidad más acuciante que la homologación con las potencias imperialistas y la profiláctica distanciación de los piojosos pueblos restantes, que tienen la inaudita pretensión de ser tan libres e iguales como ellos y titulares de los mismos derechos de autodeterminación y legítima defensa que los demás.
La solidaridad internacional entre los pueblos no debe confundirse con una indigna, humillante y estéril prestación unilateral, un reconocimiento a sentido único, una transferencia que permite ocultar la incapacidad para la defensa de la propia libertad y, por tanto, de la libertad de los demás. La libertad de todos empieza por la libertad de uno mismo. Tiene por condición el conocimiento y el reconocimiento del otro, no hay sociedad libre e igual sin alteridad (bestetasunik gabe) entre pueblos libres e iguales. Pero el desconocimiento, el desprecio y el odio hacia el otro, la negación de su misma existencia, son lo propio del imperialismo y el colonialismo.