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El segundo franquismo Incorpora los temas y fetiches tradicionalmente reputados como democráticos, de que se prevale para afirmar la legalidad (legitimidad) del régimen “democrático, pacífico, no-violento, fundado en la ley, el sufragio “universal”, los votos y las elecciones libres, la voluntad de la mayoría, la razón, la persuasión, el diálogo, los pactos, la palabra, el consenso, el Estado de derecho, el imperio de la ley, la Constitución que nos hemos dado entre todos”, es decir que se han dado ellos para que la suframos los demás. Pero semejante régimen político nunca ha existido y no existirá jamás, ni aquí ni en ninguna parte. Lo que es formalmente absurdo no existe y no puede existir, pero la propaganda monopolista, con el apoyo de los institucionalistas armados y desarmados, hace creer cualquier cosa a las víctimas propiciatorias que el despotismo en funciones fabrica a mediáticas manos llenas.
Las instituciones y las elecciones, las mayorías y las minorías, no fundan nada, si no es por petición de principio. “El acto por el que un pueblo es un pueblo es el verdadero fundamento de la sociedad”. Las instituciones libres y democráticas lo suponen. “La ley de la pluralidad de sufragios es ella misma un establecimiento de convención y supone, al menos una vez, la unanimidad”. Formal y materialmente, las elecciones libres suponen la libertad política.
No son en ningún caso las elecciones etc., los factores básicos y constituyentes del poder político, es el poder político el que precede, funda, produce, condiciona y regula las elecciones etc., que no tienen más sentido ni contenido que los de la fuerza estratégica con que se realizan. Los votos y las mayorías no son una fuerza política, manifiestan y sirven las fuerzas políticas reales que, con o sin representación parlamentaria, determinan el comportamiento social.
El electoralismo obsesivo y el fetichismo de las urnas de los institucionalistas armados y desarmados tratan de hacer creer que su participación en las elecciones es el criterio y el medio supremos de la política, del derecho y de la democracia, la cuestión primera, central y crucial, el factor decisivo que funda, condiciona, prima, subordina, sacrifica y desplaza todas las demás y justifica los exorbitantes costes sociales de la operación. Creer que la actividad política consiste en “elecciones y acuerdos programáticos” o en cuestiones accesorias de propaganda, organización etc., es vivir en offside de la más elemental realidad. En realidad, subestiman la capacidad de las fuerzas populares ante las elecciones y fuera de ellas, sobreestimando en consecuencia la eficacia de la participación electoral.
Según la propaganda institucionalista, “la política se hace con los votos, en una sociedad política lo más importante es el voto, la democracia empieza con los votos y las elecciones, la democracia consiste en mandar diputados al parlamento <español>, la democracia es hacer lo que quiere la mayoría <de los españoles>, que se suban a un barril para pedir el voto de los ciudadanos <españoles>”, etc. Estas afirmaciones suponen que el régimen de ocupación es, “en realidad”, un régimen democrático por el simple hecho de convocar sus “elecciones”, cualesquiera que sean y en las condiciones que sean.
Donde “no hay más pueblo que el francés, o la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, sólo cuenta, formalmente, la mayoría (del Estado ocupante), y el sufragio “universal” es una farsa funcional, un truco ideológico. Una “minoría” previamente determinada y fabricada por la guerra, la ocupación y la colonización, no se convertirá jamás en mayoría. Un Estado sin división constitutiva y constituyente de poderes es un Estado totalitario, la dictadura es dictadura por formalmente mayoritaria que sea.
Electoralismo y parlamentarismo no reducen las contradicciones donde falta la homogeneidad política. “El procedimiento parlamentario se ha visto afectado en todas partes por la obstrucción organizada”, como los diputados irlandeses mostraron con su táctica pionera en el Parlamento británico. La heterogeneidad nacional se encuentra “en un conflicto insoluble con esas convenciones en las que se basa el parlamentarismo. Allí donde la homogeneidad existe, la Federación es jurídica y políticamente posible, la homogeneidad sustancial corresponde como supuesto esencial a cada uno de los postulados constitucionales. Allí donde falta, la estipulación de una ‘Federación’ es un pseudo-negocio nulo y equívoco”. La confederación y la federación son contratos bi o multilaterales. Un acuerdo, pacto, contrato o convención supone la pluralidad y la independencia de los contratantes, los Estados y las naciones que lo establecen. La decentralización administrativa, o autonomía en sentido estrecho, supone el Estado unitario.
Incluso en Estados nacionalmente homogéneos y relativamente democráticos, la función constituyente y legislativa se funda en la fuerza extraparlamentaria de la oposición, que precede y acompaña a las elecciones y los parlamentos. “La acción de las masas – una gran huelga por ejemplo – es más importante que la acción parlamentaria siempre y no solamente durante la revolución o en una situación revolucionaria. La experiencia histórica nos muestra que el fluido vivo de la voluntad popular rodea constantemente los cuerpos representativos, los penetra, los orienta”. Un parlamento de composición enteramente reaccionaria, con una oposición extraparlamentaria fuerte y determinada, realizará reformas que un parlamento “mixto” con una oposición débil y vacilante no adoptará nunca. Un parlamento sin oposición real no efectúa más reformas que las que convienen al poder establecido.
“Representarse las reformas legislativas como una revolución de larga duración y la revolución como una reforma condensada, es erróneo y antihistórico. La transformación social y la reforma legislativa son diferentes no por su duración, sino por su naturaleza”.
“Todo derecho de sufragio, como todo derecho político debe juzgarse según las condiciones sociales y económicas para las cuales está hecho”. La táctica de la oposición ante las elecciones se determina en función de su estrategia y ésta depende de la relación general de fuerzas, de la naturaleza del régimen establecido, del momento y la situación concretos. Indicaciones y contraindicaciones son paradójicas: el punto en que la participación electoral contribuye activamente o más activamente a la empresa de reducción y represión, recuperación y legitimación ideológica del régimen de ocupación, no se sitúa en la zona más baja y/o la más alta de la curva de desarrollo de la oposición popular, sino en su zona media, en la que las fuerzas extraparlamentarias alcanzan un nivel que no es reductible a la vía institucional pero tampoco las constituye en poder político dominante.
La “oposición institucional” ha demostrado su incapacidad para procesar estratégicamente sus “victorias”, ha hecho una cumplida demostración de cómo no debe utilizarse las elecciones para disminuir el peso y la proporción de una oposición democrática.
En el régimen imperialista y fascista votan los que los monopolios de violencia y propaganda quieren que voten, lo que quieren que voten cuando, como y donde quieren que voten. Si el resultado electoral no es “el que debe ser”, se cambian las reglas y los votantes, los manifestantes y los pueblos para asegurar el buen funcionamiento de la institución. De todos modos, el poder establecido juega con tan desmesurada ventaja política que procesa en su favor todos los resultados, le sean o no formalmente favorables. Las “mayorías” e incluso las minorías del poder establecido se utilizan efectivamente, los innumerables “triunfos” electorales de los institucionalistas periféricos son peripecias que se limitan, recuperan y entierran bajo el peso sin contrapeso de las instituciones.
En tales condiciones, o el pueblo tiene fuerza o no la tiene. Sin oposición estratégica, las “elecciones” se pierden siempre, la derrota está implícita en las condiciones que la preparan, y las gana el régimen que las organiza. Si tal oposición existe, no hay ni elecciones.
A la participación que, falta de desarrollo estratégico, convalida con o sin reservas la anexión, se oponen la abstención y el boycott, recurso natural, inmediato y radical de la resistencia de los pueblos a la conquista y la colonización. Son los medios más directos de “orientar los cuerpos representativos”, mil veces más efectivos que la participación electoral y parlamentaria.
Esconder el boycott político de las instituciones por la mayoría del Pueblo vasco, aun reducido a los estrechos límites de la espontaneidad de masas, ocultar y desvirtuar las más políticamente significativas cifras de abstención, que ellos declaran irrelevantes, en lo que llaman elecciones libres, democráticas y sin violencia, es una imperiosa necesidad para el régimen de ocupación, que necesita por eso los votos armados o desarmados, aunque algunos se contabilicen como inválidos o minusválidos. Lo es también para los institucionalistas locales, que necesitan y encuentran por eso y para eso el apoyo de los grandes monopolios mediáticos de propaganda de masas. Entre unos y otros el acuerdo es completo para reducir la resistencia popular a los límites de la vía institucional. “Vota a quien quieras pero vota. Aunque nosotros perdamos, una elevada participación es una buena noticia para todos”.
Lo que los adalides de la lucha armada y la guerra revolucionaria denunciaban en 1977 como traición al pueblo y a la democracia pasó a ser primera exigencia en 1979, primero como “complemento” de los atentados, votando en las elecciones “con el compromiso de no figurar” en los órganos institucionales. El compromiso se superó rápidamente con representantes, diputados y senadores a sueldo “democráticamente elegidos”. Pero sólo en democracia cabe tener actuaciones y representantes institucionales democráticamente elegidos. Cuando se subordinaron a la participación, los atentados pasaron a ser complemento de la vía institucional. Finalmente, el voto y la participación orgánica tenían por condición el compromiso de abandonar los atentados por “la vía democrática en ausencia de toda violencia”.
“Hemos declarado la guerra caliente a la abstención. Será carne o será pescao, pero descartamos totalmente la abstinencia”. La guerra revolucionaria contra el régimen de ocupación se transformó así en frente común con él para combatir y reducir la resistencia civil, pasiva, natural, espontánea u organizada del pueblo ocupado.
El resultado está a la vista. Cuando el poder político, que antes perdía el culo para conseguir que votaran, los echa a patadas de sus instituciones, poniendo en peligro privilegios y subvenciones, los promotores de la guerra revolucionaria se arrastran suplicando y mendigando que les dejen votar a toda costa. La guerra, la conquista, la opresión y la represión que fundan el régimen establecido no son impedimento apreciable y suficiente para que moderados y radicales lo acepten y reconozcan como democrático y no-violento, mientras les dejen votar a ellos.
El chantaje de exclusión electoral que el régimen aplica para condicionar la participación impone todas las abdicaciones ideológicas y políticas, exige y obtiene la traición expresa de los principios y los derechos fundamentales de los pueblos y los Estados.
Tras algunos contratiempos e imprevistos, la táctica gubernamental en cuestión de atentados ha terminado así por imponerse. La negociación-trampa, la tregua unilateral y la represión sin tregua y más unilateral todavía, han acabado con ellos en beneficio del institucionalismo puro y sin mancha.
El nivel de exigencia del poder político establecido ha subido de tal modo como consecuencia de los dislates de cincuenta años, que el peaje ideológico a pagar no permite escapatorias. El institucionalismo armado ha concluido en el reconocimiento y la apología del régimen establecido y del monopolio estatal de la violencia.
Poner de manifiesto la opresión y el terrorismo imperialistas, denunciar las ignominias de la represión, son tarea de toda oposición. Pero, al supeditarla a la participación electoral a toda costa, el medio elegido destruye al fin perseguido. Si “los hechos han demostrado que ir a las elecciones es la única manera de poder decir algo en este país” (1979), pero no decir nada, o algo peor, es la única manera de ir a las elecciones, si para concienciar a las masas sin formación ni información hay que participar, y para participar hay que callar o proclamar el carácter democrático y no-violento del régimen imperialista, la táctica electoralista de concienciación se contradice a sí misma. No se puede concienciar a quien no lo está optando por “la vía institucional democrática y no violenta”, lo que implica la apología del régimen y la negación de la realidad del imperialismo. (Si todo es un truco para estar en las elecciones y el pueblo lo sabe, no está tan deconcienciado como dicen).
Tras treinta y tres años perdidos para tragar la píldora y hacérsela tragar a sus seguidores, la burbuja ilusionista-del institucionalismo armado y desarmado se ha desinflado. La autosugestión-intoxicación colectiva, el triunfalismo y la euforia de las campañas y las “victorias” electorales, las gratificaciones, compensaciones, rentas y delicias de la gestión y el reformismo institucionales tratan de ocultar la bancarrota de la lucha armada. Pero no son las elecciones municipales y regionales, en ausencia de toda oposición estratégica, las que van a abrir una nueva era.
Faltos de la referencia de la resistencia popular en que no han creído nunca, confunden el oportunismo y el electoralismo con la política de liberación. A eso le llaman concienciar al país. Si lo que pretenden es volverlo idiota no podrían hacerlo mejor.
Si estar en las elecciones es el objetivo supremo, al que se supeditan y sacrifican también “la lucha armada y la guerra revolucionaria”, bastaba con no haberlas empezado. Las “elecciones”, que antes estaban abiertas a todos, seguirían estándolo, porque no se habrían cerrado a nadie.
Denostar al institucionalismo tradicional durante cincuenta años, para hacer luego lo mismo que él, en peores condiciones que antes, es una “alternativa” cuyas consecuencias eran previsibles, previstas y anunciadas, (véase, por ejemplo, “Otra vez elecciones generales”, en Iparla 1979, etc.