Aro Berria?

http://www.nabarralde.com/es/eztabaida/4283-aro-berria

Arratiko zekorra, (2010.1.14)
El fracaso de las “estrategias” electoral-parlamentaria y/o “la lucha armada” para avanzar en la construcción nacional y el reforzamiento de nuestro estado deberían situarnos otra vez, de una vez por todas, ante el inicio de un proceso estratégico merecedor de tal nombre. Pero no hay señales de que esto vaya a suceder, más bien de lo contrario. La última palabra la tiene, como siempre, el pueblo y al pueblo nos dirigimos.

Quizá la frase que mejor define esta ruptura entre el ayer y el hoy es la que pronunció el máximo dirigente (al descubierto) de un “sindicato nacionalista” hace ya más de una década: “el Estatuto ha muerto”. Pero no conviene que el desengañado ciudadano navarro se reanime a sí mismo embaucado por uno de los posible contenidos semánticos de la expresión. Lo que en concreto se quería decir era que El Estatuto había reventado de satisfacción tras haber colmado su positiva aunque pasajera función. Había, por tanto que afirmarlo, negarlo y trascenderlo -aufheben- para ir más allá todavía en el imparable proceso de autogobierno que el propio estatuto (sin parangón en el mundo mundial) había ayudado a generar y consolidar. Nada distinto de lo que con unas u otras palabras proclamaba también el denominado Plan Ibarreche, otrora puesto en las nubes por sus partidarios, luego denostado y sepultado, ahora con visos de resucitar. En resumen esta sería la idea que de la situación política en vigor tienen algunos mandarines políticos de este País a los que no sé como denominar: si de climatéricos optimistas antropológicos o quizás, para entendernos antes y mejor, de “pacíficos” reformistas defensores de la seducción y el “diálogo hasta el amanecer” o, simplemente, de vendidos. Más de cien años de “continuos éxitos” los avalan.

Pero he aquí que, como era de esperar, portavoces de la autodenominada “izquierda por la independencia y el socialismo” siguen repicando a fiesta con la misma o parecida campana. Se nos abre un futuro esplendoroso -vienen a decir- merced al trabajo hasta ahora realizado. El mañana es nuestro porque “la lucha armada, de masas e institucional” han funcionado hasta hoy, en paralelo, pero acompasadamente y casi a la perfección (siempre es de buen efecto un poco de autocrítica en cuestiones de poca monta), en pro de “la liberación nacional y social” (sic). Las credenciales que este “otro” sector del mandarinato aporta como prueba del “éxito” de su actividad “militar y/o política” mejor no airearlas.

En suma, la actividad conjunta de los dos sindicatos nacionalistas y la actividad “separada” de los partidos o grupos nacionalistas que “a diestra y siniestra” los apoyan, o viceversa, ha desgastado el marco autonómico-foral1 y abierto la posibilidad de un fastuoso escenario para la nueva representación política que se avecina en la imparable marcha hacia el estado propio (y el socialismo).

La afirmación capitalista, nacionalista, pacífica y reformista del “pacto” autonómico (o, en su caso y salvando las desemejanzas externas, del amejorado “pacto” foral) (tesis) y la negación socialista, “internacionalista”, violenta y revolucionaria del mismo (antítesis), haciendo caso omiso de las contradicciones y los conflictos que, de prestar oídos a los susodichos, deberían constituirlas, suman en este caso aritméticamente su homogéneo y espurio aspecto nacional -único que está realmente en juego y sin el que, por cierto, ninguno de ellos subsistiría- para generar una estirada síntesis de igual contenido colaboracionista que aquellas, pero que nace ahora preñada -ni dios entiende cómo- de Soberanismo, Independentismo, Nuevo Estatuto, Marco Democrático, Derecho a decidir y Todos los derechos para todos (y todas). La manifestación, por ejemplo, que bajo este último slogan juntó -sin revolverlos- en Donostia y Bilbao a miembros y simpatizantes de las diversas siglas evidencia en la práctica -donde todos los misterios se desvelan- que medios y fines formalmente contradictorios pueden acabar materialmente fusionados y homogeneizados en el fragor de una manifestación donde cada participante de base, a nada que recobrara la inteligencia de los hechos adecuada a sus deseos o intenciones manifiestos, podría observar sorprendido cómo a su alrededor no hay sino clones estratégicos de sí mismo, variamente disfrazados, empeñándose en permanecer esclavos al tiempo que proclaman sus ansias de libertad. (Video meliora proboque, deteriora sequor2. Ovidio, Metamorfosis, Lib.VII). La identidad y la contradicción se yuxtaponen, combinan, funden o anulan entre sí de tal manera que abren un fantasmagórico ámbito donde para la razón, emancipada de la experiencia y hasta de “sí misma”, todo es posible, todo puede ser demostrado y todo puede ser dicho a discreción. No hay, pues, nada de qué hablar, disciplina. En el etéreo limbo donde perviven los filósofos, el espíritu de Hegel, incapaz de absorber tanta sutileza “dialéctica”, ha optado por amodorrarse para siempre tras comprobar con amargura que su mente no había sido el techo de la evolución intelectual de la especie. Por más que creyera que nadie -excepto uno… y mal- le había entendido, lo cierto es que por estos pagos algunos lo han superado -“heredado y añadido”- con creces.

Después de treinta años de aparente pitorreo general que en opinión de la gran mayoría sólo habían provocado sufrimiento, desencanto y escepticismo masivos, ahora resulta que, ante la sorpresa general y como por arte de birlibirloque (la astucia de la razón), el pueblo vasco en bloque, aunque dividido, sigue camino de algún paraíso al que, a partir de aquí, llegaremos paso a paso, participando “democráticamente”en las instituciones”democráticas” presentes y futuras “en ausencia de toda violencia venga de donde venga”,…. El “diálogo” y la “guerra” en sus múltiples variedades, complementados siempre tanto el uno como la otra con una frenética participación en cualquier género de auto-legitimados (táctica y/o moralmente) comicios (otro significativo elemento común)3, han alumbrado, tras algún que otro “pacto” y/o “negociación” frustrantes y frustrados el anhelado desenlace. Han parido los montes: ahora disciplina, disciplina y disciplina. “Es tiempo de recoger el fruto de largos años de lucha”. Para ello sólo hay que seguir dejándose llevar, desde el “gobierno” o desde la “oposición”, por los mismos que nos han guiado hasta el presente con arte y efectividad sin par, oportunamente renovados, bendecidos, legalizados y supervisados por los mandamases del imperio (en compañía, si fuera preciso de “nuevas” derechas o izquierdas “alternativas”) en un nuevo proceso constituyente que reconstituya lo que hace tiempo que fue constituido mediante una segunda transición, la tercera república (federal, por supuesto) o el enésimo golpe militar. Si el escenario -o el corral- político en el que el imperialismo, con la imprescindible colaboración de siglas vasco-navarras nos ha circunscrito, no ofrece otra salida que nuestro progresivo debilitamiento hasta la aniquilación total, los “nuevos” escenarios que ahora se nos ofrecen son más de lo mismo. Para este viaje no se necesitaba tanta alforja. Jamás político alguno había hecho uso de tantas palabras para describir la nada.

Hemos malgastado energía popular a raudales en enfrentamientos absurdos cuyo fatídico final era evidente de antemano. Se reconoce que estamos perdiendo también la importante batalla de la opinión: “El orden constitucional” (enfatizado por mi) ha logrado justificar la violencia utilizada en su defensa, mientras la utilizada en su contra tiene legitimidad menguante”4. Como resultado lógico de una total carencia de nivel en materia estratégica sufrimos una progresiva merma de poder social -económico, ideológico, político- que, por mucho que se prolongue la mirada en esa dirección, no permite divisar otro horizonte que el de la integración totalitaria del pueblo vasco. Sólo un brusco golpe de timón puede librarnos del naufragio, enderezar la nave y ponerla por fin rumbo hacia la democracia y la libertad. Todavía es posible5, pero, como también se ha dicho, “la innovación es tan difícil como imprescindible”.

Llegados a este punto la pregunta clásica es de obligado cumplimiento: ¿qué hacer?. Antes que nada pensar, pensar y pensar. Es lo que hizo Lenin -a quien nadie consideraría reo de sacrificar “la práctica” en aras de “la teoría-”.cuando, tras el desastre de 1914, se aisló durante una buena temporada para estudiar algo tan aparentemente abstruso como la lógica hegeliana. Pero conviene también recordar que no se puede pensar y pensar bien más que en común, difundiendo las propias ideas y confrontándolas con las de los demás. Sólo de esta forma crearemos una sólida base teórica sobre la que diseñar y poner en marcha la nueva e indispensable estrategia.
Las teorías se verifican (o falsifican) cotejándolas con hechos innegables, que todo el mundo puede percibir. El saber popular expresa lo mismo cuando afirma que la experiencia es la madre de la ciencia. Pero los genios teóricos a los que este escrito hace referencia no se dejan impresionar por criterios de validez de proposiciones y razonamientos que, por elementales, están al alcance de cualquiera. Además se niegan en redondo a discutir con los que los mantienen. Al contrario eluden cualquier debate “liberando al argumento del control del pasado y del presente y asegurando que sólo el futuro puede revelar sus méritos”. Si alguien mantiene la patriótica osadía de proseguir el debate sacando a colación la experiencia enarbolan contra él la fuerza del número y lo sepultan bajo una losa de silencio, como si estuviera probado que “cien que mantienen determinada opinión tuvieran que tener más razón que uno que sostiene la contraria”. Pura música antidemocrática que no por longeva ha perdido, ni mucho menos, actualidad.

Aun a sabiendas de que “el silencio oprime al que a su propia edad increpa” no permaneceremos callados. Aspiramos sólo a vivir mejor, no a figurar en libros de recuerdos. Cumpliendo, pues, con nuestro primer deber (amour de soi), seguiremos colaborando -otros, con más talento, ya se nos han adelantado- en las tareas de derribo de todos aquellos obstáculos que niegan a la nación vasca el derecho a disponer de sí misma por obstruir fraudulentamente las vías de acceso al grado de cualificación política que se corresponde con su probada espontaneidad democrática.

1. La simbólica defensa del Fuero para encubrir una efectiva voluntad abolitoria no es sino la posición colaboracionista anterior practicada aquí con más descaro, sin apenas tapujos, a tenor de condiciones particulares de lugar históricamente forjadas. Pese a todo se mantienen también en Alta Nabarra el tipo de burocracias y siglas a los que este escrito se refiere directamente esperando que les llegue la hora de prestar servicios más destacados
Este artículo se basa en el análisis de la relación entre fuerzas democráticas y totalitarias en todo el territorio vascón y debe ser leído desde esa perspectiva general. En su brevedad, tiene por fuerza que dejar de lado aspectos de gran relevancia, pero aún así espero que pueda serles de utilidad a cuantos siguen luchando por la libertad de todos nosotros en cualquier rincón del territorio ocupado de Nabarra.

2. Veo lo mejor y lo apruebo, pero hago lo peor.

3. Distinguen a la perfección lo que es “importante” de lo que no lo es. En las cuestiones importantes no se dejan guiar ni por aquellos que en terrenos de menor trascendencia son tenidos por maestros ideológicos. Para muestra un botón: “… al abstenerse de votar la gente disuelve al gobierno, no sólo en el limitado sentido de derrocar al gobierno existente, sino en un sentido más radical. ¿Por qué se ve el gobierno preso de tal estado de pánico antes la abstención de los votantes? Esta obligado a enfrentarse al hecho de que existe, que ejerce su poder, sólo en tanto que es aceptado como tal por sus sujetos, aceptado incluso en la forma de rechazarlo. La abstención de los votantes va más allá de la negación intrapolítica, el voto de no confianza: rechaza el mismo marco de decisión. Slavoj Zizek, 2008.

4. Mario Zubiaga, El ethos de ETA, Viento Sur nº106/noviembre 2009.

5. Prosiguiendo con la alegoría habría que comenzar arrojando por la borda (basta con no votar) a la denominada cúpula política vasco-navarra y facilitarles luego el arribo a costas y playas con las que sueñan en secreto. Puesto que hemos decidido “botarles” por mar, los sones del txistu y el tamboril podrían acompañarles hasta el límite de nuestras aguas territoriales. Como dice la canción a partir de ahí “solitos tendrán que ir”.

Sobre liderazgo

http://gara.naiz.info/paperezkoa/20110302/251344/es/Sobre-liderazgo

2011 Martxoaren 02

JOSEBA ARIZNABARRETA PROFESOR UNIVERSITARIO DE FILOSOFÍA

Sobre liderazgo

Con reflexiones que acompaña con citas y argumentos de filósofos como Spinoza o Hobbes, Ariznabarreta aborda el hecho de la fuerza, «que reside siempre en las masas», y mueve el mundo y las sociedades, y la compara con la razón y el idealismo. Afirma que las masas, en lugar de parecerse a un monstruo de cien cabezas, tienen que estar guiadas «como si fuera por una sola mente». Por tanto, concluye, «si ha de triunfar la población», numerosa y más o menos homogénea, de un territorio determinado, necesita de «líderes idóneos».

El idealismo, como Spinoza muestra en el capítulo I de su «Tratado Político», consiste en creer que basta que las cosas «deban» ser de cierta manera para que, con el apoyo de la opinión pública de un estado de Derecho, acaben deviniendo realmente tales. Dicho de otra forma, los idealistas piensan que la Razón (con mayúscula para que se comprenda mejor de qué estamos hablando) acabará siempre triunfando, porque cuando así no ocurra, en última instancia estaremos en presencia del fracaso por antonomasia, es decir, de la negación coyuntural del carácter racional de la naturaleza humana, que es precisamente lo que a toda costa tratan todos ellos y siempre de evitar.

No puede, pues, achacárseles responsabilidad, al menos intelectual o moral. Paciencia y esfuerzos redoblados, al amparo de la ley, terminarán por llevarnos progresivamente -el tiempo y/o la providencia lo atestiguan- hasta un mundo más justo, más libre y más pacífico. Spinoza atribuye esta opinión a los filósofos en general que, por ello, suelen tener que conformarse con alabar lo inexistente y vituperar lo que realmente existe. Como portavoces de la Razón -poder zigzagueante, de flujo y reflujo, pero perceptible en la larga duración-, se consideran exentos de cualquier posibilidad de definitiva derrota.

En cambio, los políticos, puesto que tienen a la experiencia por maestra exclusiva y andan a la busca de objetivos más mundanos y rabicortos, nunca enseñan ni toman en consideración nada que se aparte de la cruda y a menudo sórdida realidad, sin hacer ascos a ningún medio que consideren útil para alcanzar sus turbios propósitos. No es de extrañar, pues, que en todos aquellos asuntos que tienen que ver con actividades públicas de los humanos -con más querencia al miedo que a la Razón- sean estos últimos y no los «filósofos» los encargados de dirigirlos, gestionarlos y «resolverlos».

Pese a que pueda resultar un tanto paradójico, el autor aparentemente cartesiano y liberal de la «Ethica Ordine Geometrico Demonstrata» es un realista apenas camuflado que intenta enseñarnos a tratar con los «hechos» antes que con «los derechos y/o los deberes». Así afirmará con rotundidad que es un hecho, y no un derecho, que la fuerza -condición necesaria del poder- reside siempre en las masas y que del hecho de ejercerla deriva toda su legitimidad. Hace muchos siglos que la potestas dejó de ser efectivamente distinta del dominium y el resultado de esta fusión dio lugar a lo que todavía hoy se entiende por soberanía. La potestad del soberano procede en exclusiva del dominio efectivo que ejerce… y mientras lo ejerza.

En otras palabras, lo que Spinoza nos quiere decir es que el hecho y el derecho son dimensiones, facetas o modos de hablar de la misma relación: el hecho de que el pez grande se coma al chico muestra en el acto mismo de engullirlo todo el derecho -ni más ni menos- que asiste al primero. Las quejas del pececillo devorado, cuando se producen, ni siquiera se escuchan en medio del estruendo de las agitadas aguas del mar. El temor de los grupos gobernantes respecto de la población sobre la que mandan directamente -muy superior al que provoca el enemigo «exterior»- revela que conocen muy bien el lugar de la potencia de donde proviene el riesgo mayor y más inmediato para el poder que detentan.

A lo largo de la historia esto ha sido reconocido por numerosos autores que han mantenido siempre que es la fuerza y no la Razón la que mueve el mundo, incluidos los horizontes o las partes del mismo que denominamos sociedades. Los clásicos se han referido con frecuencia al temor que la multitud -Shakespeare («Coriolanus», escena III) la compara con un monstruo de cien cabezas- inspira a los gobernantes de turno y cómo se esfuerzan en mantenerla amordazada mediante extrema violencia y todo género de artimañas y supercherías: «Terret vulgus nisi metuat», dirá Spinoza en Ethica IV, Propos. 54, Scholium.

Los sucesos que están teniendo lugar ahora mismo en la antigua Cartago, en Egipto, etc. evidencian una vez más cuanto venimos diciendo. Podemos observar cómo la potencia de la multitud, cada vez que se desembaraza del miedo inducido que la tiene atenazada, produce pavor entre los gobernantes de turno, sobre todo si se tiene en cuenta la estela de escepticismo, miedo, muerte y destrucción que han solido dejar tras de sí.

En la actualidad el desarrollo tecnológico promovido o asimilado por las grandes potencias imperialistas ha hecho posible la creación de eficacísimas thought-polices -auténticos «ojos de Dios» secularizados- que gestionan los movimientos de la multitud para que no resulten tan desoladores como imprevisibles e ineficaces. Son capaces, con la ayuda de interesados colaboradores internos o viceversa, de domesticar al monstruo convirtiéndose en su única cabeza pensante. En este sentido el conjunto de estados imperialistas mitigan sus temores y capean las tormentas generadas por la multitud sin arrostrar las trágicas vicisitudes de otros tiempos.

Pero en algunas ocasiones presenta un carácter indudablemente positivo dando lugar entonces a una verdadera revolución, porque la potencia de las masas se convierte en irresistible poder renovador contra el que nada pueden los partidarios de conservar el orden establecido. Para que eso tenga lugar, las masas en lugar de parecerse a un monstruo de cien cabezas tienen que estar guiadas «como si fuera por una sola mente», es decir, tienen que constituir un pueblo, único grupo humano con capacidad de acción política (Hobbes). De cuanto venimos diciendo se desprende que, en este caso, las masas, sede de la potencia, resultan invencibles y acaban triunfando inevitablemente, logrando modificar cualitativamente la realidad política en provecho propio por auto-limitación, -en forma de constitución material y formal- del «exceso» constituyente que les caracteriza.

Por tanto, si ha de triunfar, la población numerosa y más o menos homogénea de un territorio determinado necesita de líderes idóneos. Pero un pueblo sometido no está en condiciones óptimas para precisar, reconocer y seleccionar el líder más conveniente para los intereses que defiende. Como es lógico, en asunto tan crucial los grupos dominantes disponen de importantes bazas que utilizarán sin duda para tratar de llevar las aguas a su molino. O bien intentarán crear tantas facciones como les sea posible con diferentes y antagónicos cabecillas que impidan cualquier acción conjunta y coordinada de alcance político, o bien conseguirán establecer una cabeza que no se corresponde con las funciones necesarias del cuerpo al que se superpone. Tanto en uno como en otro caso, las esperanzas de triunfo de los sublevados se esfuman indefectiblemente por previo o implícito derrumbe, liquidación o des-aparición del imprescindible nivel estratégico del que ambos elementos de la disyunción se siguen como eslabones de una cadena. La batalla por el liderazgo es parte esencial del enfrentamiento o la guerra estratégica global entre grupos antagónicos. Tenerlo en cuenta quizá pueda ayudar a plantearla, estudiarla y resolverla con acierto antes de que haya que lamentar consecuencias imprevistas y no deseadas.

Cuando las condiciones muy sucintamente descritas arriba están al alcance de los insurrectos, éstos pueden albergar esperanzas fundadas de salir victoriosos, «siempre que -añade Hobbes- midan la justicia de sus actos por su propio criterio».