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El pueblo francés pasó del feudalismo al absolutismo “brutalmente forzado por la corrupción y por el uso de una atroz crueldad”. “Durante todo este período fue mirado por los otros europeos como el pueblo esclavo por excelencia, el pueblo que estaba como ganado a disposición del soberano”. “El régimen de Louis XIV era ya verdaderamente totalitario”. En los países conquistados, “para los cuales los franceses eran extranjeros y bárbaros, como para nosotros los alemanes”, los franceses aplicaron “el terror, la Inquisición y el exterminio”.
El reino-república-imperio francés es el resultado de la agresión, conquista anexión y expansión por el primitivo reino franco de todos los pequeños Estados circundantes del continente e islas adyacentes. La guerra y el terror deshicieron toda oposición estratégica. El monopolio de la violencia y el Terror se hizo absoluto. En consecuencia, el gobierno francés afronta todos los problemas, políticos o individuales por el recurso inmediato, sin contemplaciones, límites ni paliativos, a la represión armada. Este procedimiento ha fracasado repetidamente durante el siglo precedente, pero sigue aplicándose como el único que responde a la naturaleza del régimen.
La Revolución francesa produjo el prototipo de dictadura y totalitarismo modernos. Reducción y sumisión de los órganos legislativo y judicial, “perfeccionamiento y consolidación del ‘poder ejecutivo’, de su aparato burocrático y militar. Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática y militar, con su máquina estatal compleja y artificial, su ejército de funcionarios de medio millón de hombres y el otro ejército de quinientos mil soldados, pavoroso cuerpo parásito que recubre como una membrana el cuerpo de la sociedad francesa y obstruye todos sus poros, se constituyó en la época de la monarquía absoluta, al declinar la feudalidad que ayudó a derribar. Todas las revoluciones políticas no han hecho sino reforzar esta máquina en lugar de destruirla. Los partidos que lucharon cada uno a su vez por el poder consideraron la conquista de este inmenso edificio del Estado como la principal presa del vencedor. Repartirse el ‘botín’, instalarse en los puestos lucrativos, repartirse las sinecuras administrativas. Esta redistribución del ‘botín’ se hacía de arriba abajo, a través de todo el país, en todas las administraciones centrales y locales”. Los clásicos no podían imaginar hasta qué punto estas cifras y realidades resultarían ridículas al lado de las actualmente desarrolladas y establecidas.
La organización constructivista del poder político, la inaudita centralización y la concentración funcional y territorial del Estado, la ausencia de la división de poderes general y territorial, el sacrificio de los derechos humanos y las libertades individuales, la sociedad civil como dependencia pasiva de una administración arrogante y todopoderosa ante la cual no hay réplica ni defensa posible, el servilismo, el corporatismo y la corrupción, la ley formal al servicio de la ley real, son la realidad que una inmensa empresa ideológica de propaganda, mistificación e intoxicación ocultaba e idealizaba, exaltando “la patria de los derechos humanos, donde pobres y ricos, débiles y poderosos son iguales ante la ley y la Justicia, la ley es la misma para todos” etc., funcionales estupideces que la más mínima cotidiana experiencia se basta para desmentir.
“Las dos instituciones más características de esta máquina de Estado son: la burocracia y el ejército permanente”. Ambas se encuentran unidas “por mil lazos” a las clases que detentan el poder y las riquezas en la sociedad civil. La unión del capital industrial y bancario resulta en el monopolio del capital financiero, “oligarquía financiera que envuelve en una apretada red de relaciones de dependencia todas las instituciones económicas y políticas sin excepción”.
Además del poder directo de la riqueza sobre la política, “la riqueza ejerce su poder de forma indirecta, pero tanto más segura. Por una parte, bajo forma de corrupción directa de los funcionarios, de lo que América ofrece un ejemplo clásico, por otra parte, bajo forma de alianza entre el gobierno y la bolsa. Y, finalmente, la clase poseedora reina directamente por medio del sufragio universal. Disponiendo de la fuerza pública y del derecho de cobrar los impuestos, los funcionarios, como órganos de la sociedad, están colocados por encima de la sociedad”. Sin ellos, el Estado se derrumbaría. La ley real, la arbitrariedad y la rutina, prevalecen sobre la ley formal que, con frecuencia, ni siquiera conocen, ni falta que les hace. El poder, la razón de Estado y los privilegios de que efectivamente disponen los hace intocables e irresponsables.
En un sistema completamente trucado, frente a “la máquina” de Estado y el poder del capital financiero, las leyes formales se aplican por cuanto sirven a las leyes reales establecidas por el poder dominante. Se utilizan cuando conviene a los poderes reales políticos y económicos, y se ignoran y quebrantan cuando perjudican a sus intereses.
Los débiles y los pobres no tienen ninguna posibilidad de salir vencedores frente a los ricos y los poderosos, ni siquiera en los conflictos civiles e individuales más alejados de las cuestiones políticas fundamentales. (Las excepciones, como los premios de la lotería, son necesarias para avalar y disimular el sistema. Los controles supraestatales, la Convención europea de salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, y las “condenas” consiguientes, tienen el mismo objeto y muestran la hipócrita y patética incapacidad de las instancias europeas frente a los Estados miembros).
La Revolución francesa fue el factor desestabilizador efectivo que determinó la crisis del despotismo oriental en España, “donde casi no hubo feudalismo” y el despotismo oriental se extendió y consolidó con la ruina de las libertades comuneras y la liquidación de los derechos nacionales de los reinos circundantes. La nueva política copiaba y trataba de aplicar el modelo de totalitarismo moderno a la francesa. Como es normal en los Estados políticamente subdesarrollados, el Ejército se imponía y operaba como clase política efectiva y decisiva.
El “reino de España”, que sustituyó tardía y vergonzantemente a “los reinos de España”, fue resultado de guerras, revoluciones y resistencias que no cesaron nunca. El poder ha tenido que contar con ellas. La misma continua y feroz represión que practican da al imperialismo y el fascismo español un carácter y una mentalidad propias del que sabe que tiene o puede tener un adversario político, algo que el nacionalismo francés, que se ha cargado a todos, nunca se avendría a reconocer. Se trata de la espontánea o atávica reserva que siglos de insumisos, herejes, comuneros, moriscos, anarquistas y rojo-separatistas inspiran al poder monopolista. (La extendida idea según la cual la represión francesa contra vascos y catalanes ha sido inexistente o más blanda que la española es históricamente falsa. “La ocupación francesa es la más dura de todas las ocupaciones”, aunque en esta cuestión la concurrencia es mucha y aventajada. La Revolución no la ablandó, sino todo lo contrario. Si los mismos episodios represivos de 1610, 1713 y 1795 no se dieron después, ello no se debió al humanismo-liberalismo-socialismo francés sino, simplemente, a que los fragmentos de pueblo de los respectivos territorios eran ya incapaces de oposición, y sin presión no hay represión. El monopolio de la violencia a estilo francés es tan absoluto que no suele dejar otra vía de supervivencia que la sumisión también absoluta).
“Un conquistador es siempre amigo de la paz”, la suya, que espera conseguir a vil o bajo precio. Es también un optimista en cuestión de guerra y de ocupación. “Si a esta paz siguiera la unión de las provincias y el resto de la Navarra sin las trabas forales que les separan y hacen casi un miembro muerto del reino, habrá VE hecho una de aquellas obras que no hemos visto desde el cardenal Cisneros o el gran Felipe V. Estas son las épocas que se deben aprovechar para aumentar los fondos y fuerza de la monarquía. Tendremos fuerzas suficientes sobre el terreno, para que esto se verifique sin disparar un tiro ni haber quien se atreva a repugnarlo”. La convicción pedante del espía borbónico no pudo evitar que no un tiro, sino tres guerras más, con sus postguerras de violencia, represión, destrucción y terrorismo, fueran necesarias para consolidar la anexión del Reino de Nabarra y la ruina del régimen foral hasta llegar a la actual situación.
La victoria del general Franco y sus padrinos del Eje liquidó el equilibrio inestable de fuerzas de la segunda República, destrozó la oposición y estableció el poder absoluto de la reacción, fijó la dictadura y la dominación del gran capital, los grandes terratenientes, la Iglesia católica, las fuerzas nacionalistas, imperialistas y colonialistas.
La evolución política en la España de la postguerra tuvo por fundamento profundas modificaciones en las estructuras conflictivas del sistema social, el desplazamiento constante de la relación de fuerzas en favor de los detentadores del poder, la regresión, la extinción, la liquidación o la sumisión de la oposición. La transición intratotalitaria tenía por fin conservar los logros intangibles y los fundamentos inamovibles del Estado unitario imperialista y fascista, con el reconocimiento, la homologación, la participación de las potencias occidentales, antes divididas y finalmente reunidas en su interés por estabilizar, consolidar y legitimar los logros del régimen franquista dando apariencias de democracia parlamentaria a la continuidad de la dictadura bajo las innovaciones formales y garantizando, ante todo, el control y la estabilidad del orden político, el monopolio de la violencia y el terror, establecido como resultado de la guerra y nunca puesto en cuestión desde entonces.
El ejército nacionalista y fascista español ganó la guerra de forma completa, y el pueblo español, después de la monumental paliza de 1936 y sus consecuencias, con una economía en ruinas, sometido al reino del terror y la venganza franquistas, no estaba para gaitas. Como los franceses en 1939, los españoles habían comprendido la terrible lección y las ventajas, verificadas y disfrutadas durante siglos de despotismo, de la sumisión al orden establecido por la violencia y el terror.
En España no había oposición democrática que reducir. Entre la “transición” y el golpe endocastrense del 81 desaparecieron los últimos temores, al respecto, de una “clase” político-militar que no podía ya sublevarse y acceder al poder porque ya lo había hecho muchos años antes.
Toda revolución y todo cambio políticos implican un desplazamiento del poder político. Cuando el monopolio de la violencia permanece intacto en las mismas manos que antes, con todas las variaciones colaterales que se quiera, no hay cambio ni revolución, sino farsa funcional al servicio del régimen constituido.
La verdad, la realidad y la identidad de un régimen político no se fundan en las “altas esferas” de la burocracia administrativa y sus ceremonias protocolarias. Se fundan y manifiestan inequívocamente en la composición y la actividad material de sus fuerzas armadas. El ejército español sigue siendo el ejército franquista, que ganó la guerra, por mucho reconocimiento póstumo que obtenga el republicano, que la perdió.
La reforma, la adaptación y la modernización del fascismo español fueron preparadas y organizadas por el Gobierno del General Franco y la oligarquía nacionalista y clerical que lo sostenía, bajo el monopolio fascista de violencia, terror y propaganda. El mundo entero respaldaba una operación que la inexistencia o la incapacidad de la oposición española presentaba como la única posible y deseable. El campo quedaba libre para las grandes maniobras de reforma y consolidación de la dictadura militar. Se hacían posibles, de este modo, la adaptación a las nuevas condiciones generales, la incorporación de las nuevas técnicas de represión, condicionamiento e integración, la “superación” de las grandes crisis sociales, bélicas o revolucionarias, ausentes de largo tiempo en el conjunto occidental. La cuestión decisiva, “saber quién manda aquí”, no ofrecía dudas para nadie. Todo postulante individual o colectivo sabía que debía pasar por las horcas caudinas del ejército español.
La planeación, la dirección “técnica” y la garantía política y financiera de la operación corrían a cargo de los Servicios de inteligencia americanos, británicos, germanos, israelíes, vaticanos, con los partidos, sindicatos, fundaciones, empresas financieras y multinacionales, publicaciones “científicas y culturales”, Ong “humanitarias”, clero secular y órdenes eclesiásticas, y demás satélites dependientes de ellos. Los “Servicios especiales secretos, informativos y operativos” son, en realidad, vastas y potentes empresas legales, ilegales o criminales, de espionaje, propaganda, represión, subversión, provocación, corrupción y terrorismo. Una parte decisiva de las actividades gubernamentales, en particular el “trabajo sucio”, se realiza así en corto-circuito administrativo con “los Servicios”, lo que hace de ellos, en la misma medida, el verdadero agente ideológico y político de nuestro tiempo.
En sus tentativas de adaptación y camuflaje del Movimiento Nacional-Sindicalista de la España Una, Grande y Libre” y del Estado “instrumento totalitario autoritario, unitario, imperialista y ético-misional al servicio de la unidad, la integridad y la grandeza de la patria por el imperio hacia Dios contra el capitalismo liberal y el materialismo marxista”, el general Franco no había ido más lejos que “el Fuero de los españoles, la participación del pueblo español en la democracia orgánica y la autolimitación de la Jefatura del Estado en que se concentran todos los poderes”. La “transición” intratotalitaria del franquismo le aportó autorreforma y consolidación bajo el protectorado de las potencias hegemónicas integrantes del sistema de dominación imperialista y terrorista internacional y sus satélites.
Una oposición determinada, portadora de la crítica, la denuncia y la exigencia democráticas, habría bastado para poner en evidencia la falacia y la verdadera naturaleza de la operación, ofreciendo la condición primera para convertir la crisis del franquismo en revolución democrática. Pero tal oposición no existía, “todos los rojos se habían pasado a los nacionales”.
En realidad, habían abandonado toda pretensión de oponerse al sistema vigente, sólo aspiraban a integrarse en él. Había “descubierto” que sin oposición no hay represión ni fascismo. La manera más segura de acabar con ellos no era potenciar la oposición al régimen establecido, sino acabar con ella para conformar una “oposición moderada” aceptable para él. Lo importante era dar seguridades a las clases dominantes de que su dominación y sus intereses no corrían ningún peligro y se preservarían con creces.
Las “fuerzas democráticas” españolas y sus títeres periféricos habían unilateral, generosa y oficialmente “renunciado a toda violencia activa y pasiva” (sic El imaginario derrumbe del régimen era en realidad el derribo de la sedicente oposición. Se dio de lado a la República y sus autonomías, en favor de un régimen “sin signo institucional definido”, que encubría el régimen perfectamente definido que cortaba el bacalao. La supuesta revolución democrática se redujo a la ruptura institucional en palabras y ésta a la continuidad institucional del franquismo. Su fundamento social se aseguraba con la negación, el abandono o la “abolición” de la lucha de clases nacional e internacional. “La burguesía y el proletariado”, categorías metafísicas inconciliables, abrumador antagonismo y dualidad maestra de la propaganda social-imperialista en los territorios ocupados, que embrutecieron a las víctimas del social imperialismo durante el primer franquismo, desaparecieron de los discursos tras la reconciliación nacional, sustituidas por “la ciudadanía, los españoles todas categorías, el pueblo español, la nación una e indivisible”. Para encontrar un obrero o un trabajador hay que consultar las siglas publicitarias.
Pero sin auxilio exterior y sin oposición democrática ¿quién entonces iba a echar a Franco y al franquismo? La fértil imaginación de los liquidadores resolvió también tan leve dificultad. Al régimen “el cambio le venía desde dentro” por obra de los propios franquistas, convertidos ya a la democracia.
Faltaba ponerle el cascabel al ejército, reputado columna vertebral del franquismo en la paz como en la guerra. No sólo “el Ejército podría retirar su apoyo al régimen, facilitando la realización de la voluntad popular”, sino que sería también posible “establecer una colaboración pueblo-Ejército para una acción destinada a instaurar las libertades políticas, un movimiento coordinado del pueblo y del Ejército para abolir la dictadura”. La repetida minúscula de pueblo y la insistente mayúscula de Ejército no eran un lapsus o un error tipográfico, sino la manifestación del papel real que los reconciliadores reconocían o asignaban a uno y otro en el “proceso de Colaboración y liberación”.
La complementariedad y la alternancia eran norma convenida del tradicional “bipartidismo pacífico” de las restauraciones monárquicas españolas. “Los dos grandes partidos se sucedían en el poder según el principio de una alternancia consentida, bajo cubierta de elecciones ‘prefabricadas’ desde lo alto para permitir a los partidarios de estas dos formaciones aprovecharse por turnos de las ventajas que procuran los empleos administrativos”. Las ventajas se han ampliado mucho desde entonces y “los dos grandes partidos” parecen lo que son, el partido único nacionalista español, enriquecido, diversificado y potenciado con múltiples aportaciones, incorporadas o toleradas en cuanto aceptaban y reconocían todos los principios políticos y condiciones legales e ideológicas del régimen. Los tupidos filtros de los diversos Servicios no fueron obstáculo a la recuperación de los restos, signos y despojos de los partidos republicanos que podían contribuir a disimular la superchería. Mientras la derecha franquista tradicional recuperaba una democracia cristiana desacreditada y exangüe, los escuálidos residuos del PsoE fueron colonizados y repoblados, su burocracia y organización descartadas y sustituidas por la Falange Española tradicionalista y de las JONS que, rebautizada y homologada, encontró al fin su destino universal al servicio del nuevo imperio de occidente. El PcE, reducido a sombrías perspectivas de exclusión y aislamiento, corrió a su particular Canossa ultramarino y se descartó a sí mismo. “Ahora el comunismo es la defensa de las libertades”. (Si “ahora” el comunismo es eso, se podrían y nos podrían haber ahorrado el de antes, el catastrófico coste y balance de la revolución rusa y sus epígonos Más corrupción, subvenciones y donativos, aseguraron desde entonces la dependencia de todos como organizaciones auxiliares al servicio del Estado. Obtenían, a cambio, rehabilitación, reconocimiento y gratificante reinserción en los organismos auxiliares de gestión, propaganda y recuperación del “nuevo” régimen, tanto más necesarios por cuanto que de los malditos rojo-separatistas todavía quedaban los malditos separatistas.
La verdad, la realidad y la identidad de una clase o un partido políticos se fundan sobre su contenido ideológico y político, no sobre distinciones formales, personales, burocráticas o corporativas. Las organizaciones, partidos o sindicatos de la “oposición” oficial al franquismo renovado, escogidas para asegurar la continuidad del franquismo en España y sus colonias, se impusieron bajo el monopolio franquista de la violencia y el terror, por decisión y bajo vigilancia del CIA y el FBI. Fueron creadas, inventadas, diseñadas, seleccionadas, financiadas y promocionadas por el poder franquista y sus protectores, como piezas integrantes de su sistema de dominación. Encontraron su sitio según el guión y el organigrama transitivos confeccionados por los Gobiernos y Servicios secretos españoles y occidentales. Los demás, fueron inmediata o progresivamente excluidos, perseguidos, ilegalizados, si eran obstáculo o no eran ya útiles al nuevo franquismo, consolidado y cada vez más exigente como consecuencia del derrumbe de la oposición al fascismo y el imperialismo.
En los tiempos heroicos del liberalismo, el anarquismo, el socialismo y los movimientos de liberación nacional, el despotismo y el imperialismo imponían su poder político reprimiendo la oposición. El totalitarismo moderno fabrica él mismo su “oposición”, la inventa, reinventa, recupera, incorpora, provoca, corrompe, informa, fomenta, organiza y dirige según conviene a su dominación. Además de sus funciones políticas e ideológicas, los nuevos servicios auxiliares proveen a la distribución de las prebendas, los enchufes y la corrupción administrativamente organizada. Subvenciones y donativos aseguran su dependencia de una ayuda financiera sin la cual no pueden subsistir.
Los protagonistas del primer franquismo eran fascistas y criminales cínicos, sin complejos y sin vergüenza de serlo. Ningún tribunal penal nacional o internacional los ha encausado nunca. Siguen ejerciendo el poder político e ideológico. Los ministros, esbirros y demás agentes que oficiaron durante la guerra y la dictadura del general Franco, cómplices, coautores, signatarios y beneficiarios de todos sus crímenes, han ocupado un lugar distinguido entre los artífices de la “transición” como demócratas de siempre, fundan partidos y concurren a sus elecciones, desempeñan los más altos cargos, conservan sitio y ejercen destacadas funciones en el “nuevo” régimen, lo que ilustra la naturaleza de la autorreforma y la diferencia sin más de toda auténtica evolución o revolución del poder político. Ellos y sus familias conservan los bienes muebles e inmuebles “donados”, requisados, confiscados y espoliados, y disfrutan de ellos en toda impunidad. Se llaman a todas horas demócratas no-violentos, esperando que a fuerza de repetirlo sus víctimas se lo crean, pero son los mismos franquistas de siempre, más hipócritas y peligrosos todavía que antes. Su presencia en las instituciones no las contamina, pues son tan fachas los unos como las otras. No más ni mejor crédito que ellos merecen los “republicanos, anarquistas, socialistas, comunistas y nacionalistas periféricos” que reconocen las fuerzas armadas franquistas como democráticas y no-violentas, el Estado criminal como propio, y pugnan por alcanzar su confianza, reconocimiento, favor y benevolencia, sin los cuales se les acaba la fiesta.
El régimen del general Franco realizaba así su “transición democrática Rehabilitado, legitimado, confirmado, reconocido y consolidado, logró su triunfo definitivo sin solución de continuidad, sin tocar siquiera a su estructura de clase ni a su “clase” política real, fuerzas armadas, burocracia, servicios administrativos, todos poblados de demócratas de siempre o milagrosamente convertidos a la democracia de la noche a la mañana. Para llegar a eso, la oposición española y sus títeres periféricos se habrían podido ahorrar, y nos habrían permitido ahorrarnos, la Dictadura, la República, la guerra de 1936 y la postguerra franquista, y la democracia no podría estar peor de lo que está.