Iparla: El Pueblo vasco bajo el imperialismo (5)

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En los territorios vascos ocupados, el proceso de reducción política de la post-guerra se desarrolló frente a un fuerte impulso de reconstitución y expansión de la oposición democrática al fascismo imperialista. Como ocurre en las fases históricas críticas, cuando “se discierne en todas las partes del cuerpo social una suerte de temblor interior”, una energía y una vibración vital inconfundibles se hacían sentir en un país todavía transido y paralizado por la violencia, el terror, el recuerdo reciente de las masacres de la guerra y la postguerra, último episodio de siglos de agresión y ocupación imperialistas. Se manifestaba en la oposición y la resistencia de masas, fundamentalmente espontáneas, parcialmente encubiertas o disfrazadas, pero cuya virtualidad estratégica a nadie podía ocultarse en la inquietud, la tensión y la vitalidad ideológica y cultural latentes bajo la siniestra capa de la opresión totalitaria.

En las condiciones de la postguerra, desaparecida la oposición republicana, cuando el fascismo español y sus cómplices multinacionales preparaban la “transición” intratotalitaria, el Pueblo vasco disponía de todos los elementos potencialmente constitutivos de una acción política de nivel estratégico, de los medios ideológicos y políticos para constituirse en agente institucional capaz de ejercer como nación real y actual.

Históricamente definido, un sistema de fines y medios dinámicamente inserto en la relación general de fuerzas parecía establecer provisionalmente al pueblo vasco como agente estratégico capaz de ejercer de hecho y de derecho como nación real y actual. Una capacidad de organización y movilización forjada y verificada por largo tiempo de resistencia clandestina de la sociedad civil hacía inmediatamente operacional la oposición democrática, mientras el imperialismo de todo signo, su propia sociedad civil adolecía aquí, por su propia naturaleza, de tradiciones e instituciones básicas, inmediatamente adaptables y complementarias de las fuerzas armadas de ocupación. Finalmente, excepcionales olas mundiales de decolonización y liberación nacional y la afirmación formal por las NU de los derechos de independencia y autodeterminación de todos los pueblos frente a los crímenes del imperialismo y el colonialismo, completaban el contexto ideológico y político, la ocasión única para afirmar una realidad nacional y cumplir una función de primer orden en la extensión de la libertad de los pueblos. Todo ello señalaba la transición intratotalitaria como momento privilegiado del afrontamiento estratégico, en la perspectiva propia del movimiento democrático de liberación nacional. Lo que habría, sin más, desenmascarado el sistema, puesto en evidencia la irreductibilidad nacional del Pueblo vasco y acreditado a su Estado históricamente constituido como inevitable realidad internacional, situando el proceso real de autodeterminación a un nivel decisivo de desarrollo estratégico e institucional.

El sabotaje estratégico en curso, la destrucción de toda alternativa democrática y de la resistencia popular por la incorporación “pactada” al plan de salvación y desarrollo del imperialismo fascista, arruinaron tal esperanza. El vigoroso, auténtico y espontáneo impulso de reproducción, renacimiento, renovación y expansión, ideológico, político, cultural, artístico, que agitaba entonces las fuerzas populares del Pueblo vasco, se interrumpió brutalmente y nunca se restableció después.

“Pocas veces se ha dado un pueblo tan políticamente dispuesto y unido como el que había en el País Vasco. Pero sus dirigentes no han sabido unirse. La política es estrategia”. Esta difundida declaración parecía fundar en la falta de unidad de los dirigentes la fuente del desastre estratégico. En realidad, la liquidación estratégica precedió a la falta de unidad. No cabe unidad política sin referencia constitutiva a la unidad estratégica. No hay unidad, ni falta que hace, sino en función estratégica. La división y el enfrentamiento de la propia base política son de otro modo irremediables, las llamadas a la unidad son palabrería vacía e hipócrita. Más vale una división neta y progresiva que una “unión” falaz y reaccionaria. Para hacer las cosas mal, más vale separarse. Es entonces la “falta de unidad” la que permite preservar los factores de recuperación ideológica y política. Los pueblos no son derrotados porque divididos, la liquidación estratégica precede a la descomposición política.

No hay “clase” política ni organización capaz de crear una situación revolucionaria donde faltan las condiciones sociales e ideológicas para ello. Pero una pretendida clase y vanguardia política que retarda absoluta y relativamente sobre la conciencia y la exigencia de la resistencia popular espontánea se basta por sí sola para arruinar el más favorable de los complejos ideológico-políticos.

La burocracia institucionalista y sus satélites contribuyeron decisivamente a preparar, conformar y consolidar el régimen impuesto por el franquismo y el fascismo internacional. Los pactos de Paris y de Munich (1957-1958-1962) dieron flagrante forma convencional a la liquidación del Pueblo vasco como agente estratégica y territorialmente constituido. Lo entregaron sin defensa, atado de pies y manos al arbitrio de su enemigo mortal, el nacionalismo español. Salvaron al franquismo de una crisis colonial, institucional, electoral, ideológica y política. Las maniobras ilusorias e ilusionistas para “acelerar el inevitable e inminente derrumbe del franquismo”, conllevaron cincuenta años irremediablemente perdidos, por ahora, con todas sus consecuencias, resultado previsible, previsto y anunciado de la degeneración, la descomposición y la liquidación de la oposición democrática, del oportunismo, la colaboración, la complicidad y la traición de su pretendida clase política, del contrato leonino en que el imperialismo y el fascismo se reservaban y aseguraban todos los derechos y el pueblo subyugado renunciaba a todos los suyos, con la vana esperanza de que sus amos, lo quisieran y lo trataran bien. “Hemos sido comprendidos por nuestros aliados, de los que hemos recibido seguridades en las que tenemos derecho a confiar”. Los derechos humanos fundamentales se habían sustituido por un derecho a confiar que ningún Gobierno, democrático o totalitario, ha negado nunca a nadie. Las verdaderas “seguridades” se le daban al franquismo en el poder, comprendidas las promesas vacías y la liquidación de todo lo que sonase a instituciones políticas propias del Pueblo vasco.

La burocracia liquidacionista, siguiendo a sus “aliados”, había “comprendido” que la resistencia del Pueblo vasco al régimen unitario era un insoportable obstáculo para la acumulación de fuerzas “democráticas” contra el fascismo y el imperialismo en el poder. Habían “abandonado a Franco los monárquicos, la jerarquía católica, las clases conservadoras y liberales, los falangistas, y estaba dispuesto a hacerlo el Opus Dei. ¿Qué le queda a Franco y a su régimen? El ejército. Franco es tan enemigo del ejército como lo es de todos los demócratas. El día en que el ejército marque el primer paso en sentido liberador será el último de su régimen”. En la prolongada espera del día en que el ejército liberador se desembarazase de su enemigo, la prioridad era allanarle el camino, retirando de él cuantas dificultades pudieran contrarrestar o debilitar sus impulsos democratizantes, desmantelar toda estructura nacional propia, frenar y desacreditar el crecimiento ideológico y político del movimiento de liberación nacional, hacer de las fuerzas democráticas apéndice y comparsa inertes, dóciles y sumisos de la política española.

La primera exigencia, condición absoluta, del ejército español para colaborar en tan curiosa abolición de la dictadura, no era la marginación de los comunistas nacionales, sino la garantía y el amejoramiento del estatuto unitario del imperio español. La más leve desviación en el terreno del nacionalismo imperante encontraría la inmediata reacción de las fuerzas armadas y la simple sospecha o desconfianza de éstas sería el fin, cuando menos político, de los responsables o irresponsables implicados. Se confortaba también con ello el conjunto del régimen franquista pues, como en otros sistemas totalitarios, la opresión nacional era, y sigue siendo, el punto más débil del dispositivo de dominación.

El ejército del segundo franquismo abandonó mucho lastre en materia de fe y costumbres, represión sexual y moralismo clerical, para adoptar armas más modernas y efectivas de dominación. Pero su nacionalismo no ha hecho sino concentrarse y endurecerse al verse reducido a la custodia de los restos próximos del imperio colonial adquirido y conservado por la violencia y el terror y perdido por la destrucción sistemática de las fuerzas productivas, la resistencia de los pueblos y la emergencia de las nuevas potencias comerciales e industriales.

El Gobierno español y sus mentores hegemónicos habían comprendido que el modelo de “bipartidismo” que se trataba de implantar en España no era suficiente para contener la resistencia nacional en los territorios ocupados sin un suplemento tradicional, aborigen, moderado, razonable, corruptible y manipulable. La adhesión, la colaboración y el reconocimiento de la supuesta clase política vasca a la pretendida alianza democrática y sus instituciones oficiales se ultimaron con el ministro franquista del interior, gratamente sorprendido ante la amnistía y la legalización de símbolos como “exigencias” condicionantes del acuerdo de institucionalistas armados y desarmados. La burocracia más o menos exilada o internalizada pasó bajo el control directo de los agentes militares, civiles y eclesiásticos del nacional-catolicismo español.

El propio Gobierno vasco real, formal o de hecho, fue “discretamente” liquidado en el exilio por los mismos que habían jurado defenderlo. Tras la derrota del Eje, a los aliados vencedores no les servía ya para nada, nada pesaba ante los Estados español y francés, con o sin guerra fría. Era un molesto incordio para el reconocimiento, la homologación del franquismo y su “transición democrática”. De Gobierno pasó a gabinete fantasma, después a “reserva, garantía, símbolo, proveedor de servicios”, es decir todo menos Gobierno. Sus sucesivos avatares mostraban las dificultades de la superchería y el carácter inconfesable e impresentable de la operación.

Todas las advertencias habían sido vanas, el autoritarismo burocrático no podía soportar sino sumisión y lisonjas, y no supo responder sino con descalificaciones, excomuniones, embustes, calumnias y difamaciones, delaciones, expulsiones y persecuciones a cuantos, (en Méjico, en Venezuela, en Argentina o en la misma Europa), trataban de revelar y publicar lo que estaba pasando y lo que iba a pasar después. Ni entonces ni ahora, medio siglo después, se han atrevido los negacionistas a dar cuenta de la naturaleza, alcance e implicaciones de la operación llevada a cabo, a reconocer públicamente la verdad de la política de entrega y derribo que siguieron desde entonces. La exclusión de toda forma de libre expresión e información, con la ayuda de la nueva “oposición” española, prefabricada y financiada por el régimen franquista y los servicios secretos occidentales, permitieron ocultar al pueblo los cambalaches en curso y prevenir todo intento de resistencia o de simple información de la opinión pública. Este objetivo prioritario determinó el más amplio e insólito frente internacional, del franquismo oficial a la Agencia y sus satélites y los institucionalistas armados y desarmados. Era la confesión involuntaria de la virtualidad decisiva de la cuestión. Era también una prueba más, para quien la necesitase, de que el nacionalismo español de todas tendencias, en plena posesión del monopolio de la violencia y apoyado por las potencias hegemónicas, no aceptaría nunca una autonomía real y federal, que afectase al monopolio total de la violencia e implicase redistribución, por limitada que fuese, del poder político absoluto del Estado español sobre el Pueblo vasco.

Lo que pudo presentarse como “un error táctico”, imputable a la incompetencia, el oportunismo y el burocratismo, por otra parte flagrantes, de una camarilla manipulada, en ausencia de todo control democrático, apareció rápidamente en todo su real contenido y todo su funesto alcance, y no ha cesado de dar sus envenenados frutos desde entonces.

La línea reduccionista, parte fundamental de la estrategia imperialista que ha llevado a tales resultados, era la línea de liquidación del Pueblo vasco como agente político real, con todos los efectos primarios y secundarios, mediatos e inmediatos que de ello lógica e inevitablemente se siguen. En lugar de potenciar una estructura institucional y una estrategia nacionales como realidad y expresión política, capaz de dar entidad popular y territorial propia al movimiento ascendente de la política de liberación frente al imperialismo, la “oposición periférica”, arrastrada por un cuarterón de burócratas y estrategas de pacotilla, iba a disolverse nuevamente en el magma de asociaciones de la España una e indivisible surgida de siglos de crímenes, guerras de conquista, ocupación y colonización.

El Pueblo vasco pasó así de la condición de agente político a la de objeto inerte de la política imperialista. La nación institucional y estratégicamente conformada cayó, nuevamente, al nivel de facción interna del régimen unitario. Había abandonado sus medios de lucha y las posiciones adquiridas, cedido gratuitamente sus cartas de negociación, renunciado a toda posibilidad de explotar la crisis política para convertir la transición intratotalitaria en progresión democrática, oficial y burocráticamente endosado el reconocimiento simple y cualificado del régimen establecido, asumido la participación en las maniobras y contorsiones sanatorio-novatorias de un régimen tan aquejado de disfunción política como convicto de ilegitimidad originaria y permanente.

Después de una solitaria y desastrosa guerra, ni preparada ni prevista, contra las potencias del Eje, que arruinó y diezmó sus fuerzas vivas sociales, políticas y culturales, seguida por una resistencia que no cesó nunca, el Pueblo vasco, se encontró así de vuelta al mismo régimen unitario de antes y condenado a repetir, con las mismas malas compañías y en condiciones mucho peores, los mismos errores que le habían llevado ya a la catástrofe.

El plan de estabilización del franquismo, en la situación semi-insurreccional de la “transición” en el País vasco, la autonomía-trampa, impuesta como medio de condicionamiento, fijación, contención, desgaste, reducción, manipulación, recuperación y corrupción de las fuerzas populares, venían a prevenir toda institucionalización democrática, permitían modular la represión, dosificar la reforma institucional, interponer amortiguadores y cojinetes, conservar el control de caña y carrete para enganchar, tantear, evaluar, dar o recobrar hilo según el vigor, la debilidad, los sobresaltos y las veleidades de resistencia, mientras la centralización y la concentración efectivas del poder político unitario garantizaban el desenlace fatal de una “confrontación institucional” de pesca y captura resuelta de antemano.

Para llegar a eso, no hacía falta que tantas víctimas, cuya sangre valía mucho más que la de sus dirigentes, asesinos y verdugos, se quedaran por los montes, en las tapias de las cárceles, los cementerios y las plazas de toros, ante los pelotones de fusilamiento y bajo los bombardeos terroristas contra la población civil, poblaran las prisiones, el exilio y los campos de trabajo y esclavitud, padecieran de todas las maneras la represión, la vesania, el sadismo, el odio y la venganza de las fuerzas y servicios de ocupación y de las clases sociales que las producen y utilizan, diezmando los escasos recursos humanos, materiales y culturales de un país demasiado pequeño para reponerlos frente a sus predadores históricos, incomparablemente mayores y mejor armados.

“Los aliados en los que tenemos derecho a confiar”, hasta que “descubren” que no son tan de fiar como decían, y “los partidos españoles del frente de izquierdas que están todos con nosotros”, pero asumen directa y ventajosamente la represión, benefician de la complicidad de moderados y radicales.

Toda estrategia política exige la determinación lúcida e inequívoca de las fuerzas en presencia. La supuesta resistencia democrática ha evacuado hasta el sentido de la distinción decisoria y decisiva “amigo-enemigo”, ha confundido, invertido o desconectado su sistema inmunitario, ha destruido sus defensas naturales o artificiales, bio-sociológicas y político-ideológicas. Los institucionalistas armados y desarmados son el sida del Pueblo vasco ante el imperialismo.

Sus cómplices locales pretenden ahora que sus “aliados” les han engañado, que no son de fiar, que el gobierno español falta al “espíritu del pacto” que con ellos contrajo, etc. Pero el “pacto” en cuestión no fue sino la sumisión a las condiciones de incorporación que la dictadura y las potencias occidentales imponían. Los franquistas tradicionales y nacional-socialistas no han engañado ni traicionado a nadie que no quiso que lo engañaran, eran lo que eran y son lo que siempre fueron. La antigua táctica de “hacer como si” fueran lo que no son, con la esperanza de que acaben siéndolo, tuvo como resultado que, durante los años que siguieron, “participaron” atribuyéndose las masas, las manifestaciones y las organizaciones que eran incapaces de movilizar, al tiempo que desvirtuaban y recuperaban “desde dentro” todo su contenido ideológico y político y sacaban partido de alianzas y acuerdos. Es ridículo hacerse la ilusión de que los que niegan la existencia misma del Pueblo vasco son capaces de participar en su movimiento de liberación nacional con otro fin que el de explotarlo y arruinarlo. Pero sus cómplices locales siguen esperando su conversión, y suspirando por ella. Buscan el más leve gesto propiciatorio, que bastaría para que acudan al reclamo sin condiciones y con lágrimas en los ojos, para recuperar la añorada, cordial, entrañable, abyecta condición que les es propia, dispuestos a volver a empezar, traicionando y persiguiendo para ello a todos y a todo lo que haga falta. Las habituales e insufribles lamentaciones de los políticos inocentes, honrados, puros e intachables, realistas y posibilistas, constantemente burlados por los malvados y arteros aliados que traicionaron su confianza, son un espectáculo demasiado lamentable y gastado para merecer consideración ni respeto.

Son los burócratas de la “oposición pactada y la negociación inevitable” los que no han sido nunca de fiar, son ellos los que han engañado y traicionado al Pueblo vasco, al que dicen representar, los que han disfrazado, acreditado, confortado, apoyado al partido franquista, tradicional o nacional-socialista. Y si se dejaron ellos mismos engañar, “todavía peor”. La primera cualidad y la primera obligación de un grupo o un individuo político es no dejarse engañar, o dejar de pretenderse político. Si, tras muchos siglos de aleccionadora experiencia, hay políticos profesionales que creen todavía en la buena fe, las promesas y la honradez de los políticos españoles, se han ganado lo que les pasa y lo que le pase al pueblo que dicen servir y representar.

En cuestión de degeneración burocrática, lo que es cierto del despotismo en general, lo es en mayor grado del burocratismo de la clandestinidad y del exilio, por su propio alejamiento del poder real. En este sentido, el Estado franquista, que tenía que contar con su base oligárquica, no era menos sino más “democrático” que los partidos y los Gobiernos oficiales de la clandestinidad y el exilio, que no dependían de ninguna.

La implementación, la renovación y la integración institucional y estratégica de las fuerzas populares es siempre la tarea y la condición necesaria de una auténtica “clase” política democrática. Pero tal clase no existía entonces ni existe ahora. La burocracia liquidacionista se había creído que era la oposición y la base de la política nacional, y que el pueblo era una molesta masa de maniobra que, si se desmandaba, pondría en peligro su autoridad, y a la que había que mantener todo lo marginada que se pudiera mientras esperaban el momento de ilustrar y organizar a “las masas sin formación ni información del interior”, en las que veían una amenaza para la burocracia y un obstáculo a la “democracia”, es decir a la integración en el franquismo reformado que estaban preparando. Sus miembros tenían más miedo a la resistencia popular que al franquismo, con el que se descubrían y preparaban un futuro próximo de convivencia. No disimulaban la desconfianza y el desprecio que sentían contra todos los que no eran ellos. “Todo lo que viene del interior está contaminado por el franquismo. Los pobres no han oído otra cosa. No saben lo que es democracia”. Así, puesto que en este país nadie se enteraba de nada, podían sus procuradores sustituirlo y “cumplir el mandato” haciendo lo contrario de lo mandatado.

En alguna medida, estas cosas pasan en todos los exilios, empezando por el español, pero lo de aquí era de asilo psiquiátrico. En realidad, la burocracia de la guerra y la postguerra, cultural y políticamente inepta, aislada, anquilosada, retardaba de forma flagrante sobre el inquieto, confuso y defectivo pero real movimiento espontáneo de la base popular bajo el terror franquista.

La liquidación estratégica e institucional de “la oposición moderada y no-violenta, la vía institucional, las elecciones, la persuasión y el diálogo” prepararon, además, la concepción, gestación y alumbramiento, desde el seno del institucionalismo oficial, de una organización especial dedicada a la ejecución de atentados. Tuvo tiempo y lugar en los mismos años que ocupan los pactos de Paris y de Munich. No había en ello casualidad o coincidencia ninguna, aunque los mismos protagonistas de “la lucha armada y la guerra revolucionaria” no se dieran cuenta. Los atentados, corolario del institucionalismo puro, eran consecuencia objetiva de la desesperada frustración generada por la contradicción entre el desarrollo de la resistencia popular y el proceso burocrático de liquidación estratégica, eran complemento, recurso, y medio idóneo para encubrir el vacío político y sus causas reales.

La libertad relativa y marginal de información, de crítica y de libre expresión que había persistido en la clandestinidad desapareció cuando institucionalistas armados y desarmados se unieron al imperialismo y el fascismo en el poder o su oposición nacional para acabar con ella. No se ha restaurado nunca después. Se cerró así el paso a toda crítica, revisión o adaptación que no viniera de la presión, la represión o la infiltración del régimen dominante. Los monopolios de información y expresión, la censura, el delito de opinión, la falsificación de la historia, el obscurantismo, la persecución y la imposición de las ideas, inherentes a la opresión totalitaria fascista y colonialista, no tienen por fin ni resultado el desarrollo ideológico y cultural, sino la degradación material y mental de los pueblos sometidos.

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